C O N V A L E C E N C I A


Caer malo y convalecer en casa tiene, no cabe duda, su entrañable encanto. Un cuadro de gripe con aparición de fiebre y dolor de cabeza, me retuvo varios días en la cama; estado en el que no recuerdo haberme encontrado nunca, al menos en lo que alcanza a recordar mi memoria.
Durante los primeros días se unieron los achaques propios de la citada patología, con la incomodidad que genera la falta de costumbre de permanecer encamado las 24 horas del día, lo que me producía un estado de bastante inquietud. Pero, a medida que me iba adaptando a esta situación, fue cambiando, también, mi ánimo y la percepción sobre el encarcelamiento que, en principio suponía para mi cuerpo, girar y girar mil veces al socaire del espeso cobertor del tálamo durante todo el día. Bueno, creo que también contribuyó a ello el estado anímico que me proporcionó la notable mejoría que iba experimentando, merced al esmero en los cuidados que me prodigaba la excepcional enfermera en que se convirtió mi mujer para la ocasión, y, obviamente, el eficaz efecto que produjeron los medicamentos que me recetó Rafael Vega, el doctor ubriqueño, a quien encomendé la curación de mi catarro.

Leer no me satisfacía, pues la debilidad y la desazón que sentía en las sienes, no me hacía placentera la lectura, y me originaba mareos. No había televisión instalada en la alcoba. Así que distraía mi soledad y aburrimiento oyendo las noticias en un pequeño receptor de radio que, a la sazón, me regaló mi hija Eloísa. Nunca había oído antes tantas noticias: La SER introducía algunas variantes entre Parte y Parte; pero, Radio 5, repetía una y otra vez la misma información durante días. La COPE manejaba la alocución a su antojo, tergiversando la realidad para amoldarla al gusto de sus particulares radioyentes y radicalizando las noticias. La mayoría de las veces era tendenciosa, aunque, eso sí, valiente, muy valiente, en mi opinión.
Al final, tras oírlas a todas, sacaba mis propias conclusiones. Pero, con sus defectos y todo, la verdad es que acompaña muchísimo la Radio. (Por cierto, anuncian previsión de lluvias, para la próxima semana del presente mes de marzo, en el aludido medio). En ocasiones, las alocuciones se iban convirtiendo en susurro y melopea que, amodorraba mis sentidos, con los efectos que ejerce una nana sobre los pequeños, hasta hacerme caer en dormitaciones, en cuyo estado de dulce semiinconsciencia, me llegaban los demás sonidos amortiguados, sordos… Oíase la algarabía, el trajín, el entrañable trapicheo propio de las labores de casa en que se empleaba mi esposa, atenuados; era como una caricia para los tímpanos; una tocata de Johann Sebastián Bach para los sentidos: El leve choque de vasos sometidos a un primoroso fregado en el seno del fregadero; el ladino tañer que los cubiertos producen al ser colocados en su lugar de reposo; el inconfundible sonido de los platos cuando se acomodan de pie sobre las ranuras del platero. Pequeños choques entre sillas, al separarlas y agruparlas para facilitar la acción de la escoba y la fregona, cuyo deslizamiento, se intuye en vez de oírse; ruidos varios de incierta procedencia…
Una pausa interrumpe los menesteres caseros, porque atiende Carmen los buenos días y la cháchara familiar de alguna vecina visitona… Da la impresión de que a los dormitorios solitarios llegan más nítidos los sonidos y las palabras que a cualquier otra pieza del hogar, y, sin pretenderlo, se oyen perfectamente las conversaciones: “Buenos días”. “Buenos días”. “¿Cómo está tu marido?” “Parece que está mejorcito esta mañana; aunque esta noche ha tosido bastante, tuve que darle una cucharada del bote de la tos y una tisana. Pero, le he puesto el termómetro, y tiene menos de 37 de fiebre”.
Salvados los cumplidos de rigor, se emplean en pláticas dirigidas a la comidilla y los cotilleos aldeanos:
“¿Te has enterado de lo de la hija de Guadalupe Prieto?” Comenta con avidez la vecina. “Nooo. ¿Qué le ha pasado?” Sentirse mensajera, o primera fuente de información de estos asuntos, le produce un marcado regocijo a la informadora. Baja la voz, como si pudiera oírla algún familiar de la aludida, y cuenta adoptando una actitud arcana, que: “anoche, esta madrugada, se ha caído de una moto en la que iba con Jorge Velázquez”. “¡No me digas! ¿Y lo sabe la mujer de Jorge?” “Supongo que, a estas alturas del día, se habrá enterado ya, pues tuvieron que acudir al consultorio, donde la han intervenido, a ella, con varios puntos de sutura. Dicen que iban los dos bebidos” “Ay, ay, ay, con novio formal, y… ¿Les ha pasado algo?”…
Al término de la conversación, se despiden. Mi mujer, como de costumbre, la acompaña a la puerta, donde se extiende un poco el diálogo, que se hace interminable. Al punto se dicen, ¡adiós, adiós!

Son las doce y cuarto de la mañana. Por el timbre descubro la voz de mi hermana Gertrudis, visita acompañada de un presente de dulces naranjas de zumo que entrega a mi esposa. Ambas salen al exterior conversando; se alejan y se pierde el eco con sus pasos.

Durante unos minutos reina el silencio en toda la casa. Sólo se escucha el soniquete del péndulo del reloj de pared, marcando, inexorable, los segundos. Mi mujer debe haber ido a la peluquería de nuestra hija, Juani, que está a unos doscientos metros de casa.
Ahora toma carta de naturaleza el rumor del exterior, compuesto por una simbiosis de lejanos ladridos de perros; baladas de corderos y ovejas; aves que trinan en las cubiertas de tejas mudéjares, bajo las cuales, hacen su morada los gorriones; un alternativo y sordo rum, rum de camiones que circulan por la cercana carretera de Ubrique y algunas parrafadas de los vecinos más sonoros de La Vega…
Al cabo, el siseo de la olla express rompe el silencio del hogar. Acto seguido me llegan vaharadas de penetrantes olores, tan deliciosos, que alimentan. Huele a estofado de carne de cordero. ¡ Con qué aderezo tan maravilloso debe haber aliñado mi esposa la comida, para que huela, como huele, a gloria bendita!
Hace dos días, la fuerte anosmia que me produjo los primeros síntomas del catarro, me impedía disfrutar del importante sentido del olfato, lo que me privaba de esta gratísima sensación odorífera que ahora disfruto.
Se ha movido aire. Va aumentando. Un violento golpe de viento produce un tremendo portazo en la puerta de entrada; la misma corriente penetra a través de la cocina, lo que origina otro gran portazo en la puerta del patio.
Regresa mi esposa, me dice en alta voz, asomando la cabeza a la escalera para que la oiga bien desde la primera planta, en la que yazgo, que está chispeando. Ando aún un poco afónico, lo que me impide contestarle. Oigo el gemido que producen las bisagras de las puertas mientras mi mujer cierra las mismas. Baja las persianas… Se blinda contra el mal tiempo que se avecina.
Las precipitaciones se han adelantado a los pronósticos del tiempo. Un sordo repiqueteo se oye sobre la cubierta; me quedo mirando al techo en un absurdo intento de ver la lluvia a través del forjado. La impresión de sentir la lluvia sin mojarme, me produce una sensación de sosiego y regocijo que me hace revolcarme y disfrutar más de la cama. La precipitación aumenta y se traduce en fuerte aguacero. No me desagrada, insisto, la melopea de la lluvia. Las canales que caen al patio orquestan un sonsonete polifónico de percusión muy sugerente: los agudos lo producen las cubetas y objetos de hojalata; los graves, los recipientes de plásticos y los charquitos que se forman en las cárcavas del firme.
Mi mujer se apresura en buscar recipientes para llenarlos bajo los chorros de los canalones, para utilizar el agua ionizada en las labores de planchado y en el aliño de aceitunas.

Nunca antes se habían detenido mis ojos con la atención de ahora en apreciar los escasos objetos, cuadros y los sencillos muebles del dormitorio:
Presidido por una lámpara tipo plafón, ubicada bajo un florón en el centro del techo, en la parte superior de la pared del cabecero de la cama pende una vieja litografía de autor desconocido, con una alegoría de La Virgen envuelta en túnica celeste, en actitud de recogimiento, que dirige sus ojos al cielo y rodeada de ángeles que flotan en su rededor. Otro cuadro cuelga en el muro de la izquierda, éste es de Vicent Van Gogh; creo que se titula La siesta. Hay un enorme ropero de pino, con cuatro puertas y sus correspondientes altillos barnizado en su color natural, en el centro de la pared del fondo; donde termina éste, un angosto balcón se asoma al patio, desde donde se vislumbran árboles y paisajes de sinuosos tejados, cuyo hueco lo cierra una balconera de aluminio blanco, palillería inglesa y persiana crema de PVC, cubierta por una hermosa cortina clara, imitando al terciopelo, elaborada en dos piezas, cada una de las cuales, acicalada en sus bordes con motivos de flores encadenadas, con acabado en el borde inferior de festones en ondas; arranca por encima del dintel y sobrepasa las jambas del hueco al objeto de realzar el citado hueco con dicha sobredimensión. Una cómoda y un pequeño tocador barnizados a juego con el resto de los muebles, flanquean la robusta cama de madera, con espejo curvo el tocador, dos cajones y dos puertas; la cómoda está dotada de, dos pequeños cajones en la parte superior seguidos de tres más grandes en sentido vertical, rematada con cimera, sobre la cual se erigen flores de plástico, con base triangular en forma de maceta forrada con azulejos serigrafiados.




En las mesitas de noche reposan sobre un trébol de encaje dos lamparitas de madera, que complementan, por la naturaleza de su material y la pátina del barniz, la tipología del resto de los muebles descritos. Un reloj despertador y fotos de mi querido nieto y mis nietas adornan la mesita del lado en que duerme mi mujer; en la otra siempre hay algún libro de cabecera, en esta ocasión, se titula el que tengo, ‘CRÓNICA DEL DERECHO INTERNACIONAL’, de la autoría del hijo de un amigo, llamado José Manuel Sánchez Patrón. (Me considero en el deber de recomendar, aprovechando la ocasión, su lectura, porque resulta muy, muy interesante). Por último, a los pies de la cama, un confortable sillón sin estilo conocido, con asiento de tela, aguarda con sus brazos acogedores de pino, sujetos con palillos torneados, que dispongamos de su uso cuando lo consideremos oportuno.

Hace rato que oí la campanada de la una y media del mediodía. Mi mujer me sube un ‘cocimiento’ (tisana) calentito y edulcorado con miel. “Está buenísimo, ¿qué ingredientes lleva, Carmen?" Mi mujer responde ufanándose: –Neota, algarrobas y hojas de eucalipto macho. “Vaya, yo creía que, al igual que los madroños y los pinsapos, el eucalipto era hermafrodita”. Carmen no responde, sonríe, me palpa la frente y me limpia la boca con una servilleta de papel.

Continúa lloviendo. Se oye un frenazo de automóvil en el cual, dos puertas que se cierran presurosas, una tras otra y una tercera segundos después; a continuación un tropel de pasitos presurosos, que denotan la carrera de dos o más pequeños –en el presente caso, pequeñas- huyendo de la lluvia, haciéndose oír con el menudo griterío que los caracteriza, se dirigen a la puerta de casa. Son mis nietas Carol, Aitana y Alejandra, seguidas de mi hija, Ana, quien los trae del colegio, invitados a comer en casa. Mi esposa que los ha escuchado abre la puerta. Entran a saco, aunque mi mujer les insta a limpiarse los zapatos en la alfombra, obedecen se limpian de forma deficiente, pero cunde y asimilan el efecto aleccionador; la madre entra instantes después y cierra el paraguas depositándolo en el paragüero. Las niñas se lavan las manos por prescripción de su madre. Antes de comenzar la comida acuden a mi dormitorio y me besan, les correspondo con sendos besos en la frente.

Estas nietas me llenan de vida y de alegría. Tanto, que suscitan en mi ánimo una euforia que me impulsa a levantarme.
Digo, han conseguido que abandone la cama y hasta me siento mucho mejor tras compartir el almuerzo con ellas; y con mi mujer y mi hija, claro…

Julio de 2010. E.V.S.

1 comentario:

Anónimo dijo...

lo he leido elo,este muy bien