Mi salud no es que sea precisamente de roble, pero nunca en mi vida, achaque ni afección alguna, consiguieron enviar mis huesos a reposar a ninguna cama hospitalaria. Es decir, hasta la fecha de ayer, día cinco del presente mes de Julio, no he padecido patología alguna con el rango que requiere una hospitalización. Pero, amigo, los años no perdonan y, hará como un mes solicité a mi médico de cabecera, o de familia, -como gustan llamar ahora, con lo entrañable que ha resultado toda la vida la expresión, (de cabecera)- cita para el especialista de digestivo, porque, de un tiempo a esta parte, vengo notando anomalías en el cardias y molestias en el estómago a la altura del colon transverso, la cual obtuve para ser atendido unas semanas después.
La consulta estaba a cargo de una doctora poco dada a la edificante relación médico-paciente, es decir, de las que no te saluda ni te miran a la cara, cual si fuésemos a transmitirle el mal de ojos con nuestra patógena mirada quienes posibilitamos la circunstancia de que ejerza como facultativa, toda vez que hemos contribuido a ello durante toda la vida laboral, los afiliados a la S.S., contribuyendo con las cuotas correspondientes de las que obtiene su salario.
Pero, en fin, aun con su testa gacha, sin alzar siquiera la mirada ni para enunciarme la prescripción, susurró unas palabras indicándome el procedimiento que debía seguir, el cual pasaba por disponer mi sufrido aparato digestivo para practicarme una endoscopia digestiva o gastroscopia, para cuyo fin, me prescribió el tratamiento que consideró oportuno, el mismo que yo seguí a rajatablas durante las semanas previas a la leve intervención que me aguardaba, con la cual yo debutaría en calidad de fugaz paciente en un centro hospitalario, el de Nuestra Señora de Las Montañas de Villamartín.
Previamente me habían notificado que la pequeña intervención que se me iba a practicar precisaba de una pequeña dosis de anestesia genral, motivo por el cual, no debía acudir al citado Centro sólo y conduciendo, pues podría resultar complicado el regreso si lo hacía conduciendo mi automóvil, dada la resaca que conlleva la reacción de la anestesia, lo que puse en conocimiento de mi hijo que, sin vacilaciones, se ofreció para acompañarme, trasladándome a Villamartín en su coche.
Partimos de nuestro municipio de El Bosque con destino al Hospital Comarcal sobre las siete y media de la mañana. Mi Emilio había tomado café, a cuya invitación rehusé yo al tener que acudir en ayunas por imperativo de las circunstancias que me llevaban a la consulta o a la sala de exploracioones. Los 18 kilómetros que nos separan lo hicimos en quince reconfortantes minutos, dado el mutuo y recíproco afecto paternofilial que ambos nos profesamos. Dialogamos sobre el tema recurrente de la crisis, de las medidas que se había visto obligado el Gobierno a tomar, etc. Cuando quisimos darnos cuenta ya nos encontrábamos rodando por el recinto del hospital. Sobraban aparcamientos. “Qué raro”. Exclamé dirigiéndome a mi hijo. “ No es tan raro, durante el período estival nadie quiere ponerse enfermo”. Respondió el hijo que me acompañaba. “Pues, qué bien, así puedes elegir el aparcamiento a placer”.
Nos apeamos del vehículo a la puerta del hospital, cuya tipología resulta agradable a la vista; está resuelto en una sola planta, en un plano de proyección irregular; de color ocre se exhiben, alternando con franjas blancas sus paredes, coronadas por pequeñas almenas; grandes e inmaculados ventanales se asoman, desde todas las habitaciones, a los aledaños verdes y parcialmente floridos; hay un sector en obras en el lado noroeste, donde se dice instalarán un geriátrico; amplio espacio se dedica a los aparcamientos que, aún así, en tiempos de demanda resultan insuficientes, no ahora, como digo, merced a la incipiente época veraniega, por esto de que los pacientes se muestran reticentes a presentar sus dolencias en estas instituciones sanitarias por las referidas calendas. Nos adentramos en el edificio hospitalario, cuyas amables puertas de cristales se abren a nuestro paso de modo automático, yo me dirigí a la celadora que me dio la falsa impresión de que me estaba esperando tras un largo mostrador dividido en secciones, separadas entre sí por separadores de metacrilato. Ésta me recibe amablemente, con una media y simpática sonrisa. Le muestro la documentación correspondiente que extraje de entre las páginas de una revista, usada a modo de carpeta, la ojea unos instantes, grapa un número en uno de los folios, explicándome que es el que corresponde a mi consulta, es decir, que era el quinto paciente de una prolija cola que esperaba someterse a un análisis de sangre; finalmente me indica el lugar al que debo dirigirme para tal menester.
Mientras alcancé dicho lugar, observé que la asimetría de la planta le prestaba cierta singularidad a la distribución, dando la sensación de que representa más amplitud el inmueble de la que tiene en realidad; los amplios pasillos y salas solados en disposición diagonal con grandes baldosas de mármol portugués que trepa en forma de zócalo por las paredes hasta superar los dos metros, denotan una primorosa pulcritud; lucernarias estratégicamente dispuestas en el blanquísimo forjado, proporcionan un significativo aporte de luz diurna que constituye un considerable ahorro de energía eléctrica a la Dirección. Hay varias salas donde se encuentran localizados los consultorios, con sendos rótulos donde constan inscritas las especialidades de cada facultativo, repletas de asientos colocados en sucesivas hileras ocupados por los pacientes que, pacientemente, aguardan sentados a que les llegue su turno. En medio de dos salas se ubican las zonas de radiología. La de hematología, que es a la que yo acudo en primer lugar para la extracción de sangre que precede al análisis que se me va a practicar, se encuentra arrinconada en el lado sur del edificio, junto a la de Digestivo, a la que también estoy citado a las doce y veinte de la mañana para practicarme la descrita endoscopia.
Una vez situado en la pequeña sala de espera, tomo asiento en una de las sillas conyugadas de cinco en cinco, a cuyo lado aguardaban su turno dos jóvenes chicas de El Bosque con su madre, para realizarse una colonoscopia. Las saludé. La madre y yo nos empleamos en una conversación, interrumpida por una enfermera que las nombró, invitándolas a acceder al interior, para comenzar la exploración del intestino grueso. La referida madre no pudo acompañar a sus dos hijas, porque así está reglamentado en la institución en boga, y continuó la charla conmigo, explicándome el motivo por el cual se debían someter a la prueba conoloscópica, que no era noticia que yo ignorara, y es que, ella tuvo que ser intervenida de urgencia con una Polipectomía Conoloscópica, tras la cual, le detectaron tumores incipientes en los citados intestinos, de origen hereditario, debiendo ser operada sobre la marcha, extirpándole más de ochenta centímetros de tripa, según su versión de los hechos. Descubierta la patología, debe hacerse cada año una exploración, mediante las cuales se le detectaron en las dos últimas revisiones nuevas formaciones tumorales que le han sido extraídas por el procedimiento de la Polipectomía Conoloscópica. Entonces, como medida de prevención, persuadió a su progenie para que se sometieran a dichas pruebas, sin dilación, dado el carácter de origen hereditario de la afección en ciernes. Tras hacerme la extracción sanguínea, me acomodo otra vez en el mismo asiento, armado de paciencia y dispuesto a esperar durante horas hasta que me tocase el turno para que me hicieran la endoscopia, que debían comenzar a las doce y veinte, según rezaba en mi número de cita; y sólo eran las 8 y 45 minutos A.M. Así que, a esperar, me dije.
Ignoro el resultado de la Colonoscopia de mis paisanas porque no volví a verlas después, aunque los resultados debe entregarlos el especialista correspondiente mediante la preceptiva consulta. No serían más de las diez de la mañana cuando, ante mi sorpresa, fui llamado a consulta por la enfermera de Digestivo; me acerco a ella, sin salir de mi asombro, y me dice: “ha tenido usted suerte, de que lo avisemos tan pronto, pase.” Mi respuesta la formulé con un tópico y un timbre de agradecimiento: “El que madruga Dios le ayuda”. Sonriente y amabilísima, me pasa levemente la mano derecha sobre los hombros, conduciéndome tiernamente por el angosto pasillo, donde, girando a la derecha, tomó algo entre sus manos de una especie de alacena, y me extiende la misma ofreciéndome una rara indumentaria consistente en una especie de bata de plástico verde abierta por el dorso, un tocado a juego que se ciñe a la cabeza por la acción de un elástico insertado en la parte inferior y unos patucos del mismo material y color, al mismo tiempo me indicaba cómo colocármelos a la vez que me abría la portezuela de un reducidísimo habitáculo con un taburete en su interior, donde, tras ajustarme la bata y el gorro sucinto, me senté para hacer lo propio con los patucos.
Abro la puerta y me dispongo a salir tras realizar la faena descrita, cuando me tropiezo con una vieja paciente que aguardaba en el estrecho pasillo quien, ante la grotesca imagen que yo ofrecía, se asustó, adoptando un ademán de huida como intentando escapar de aquella aparición.
Me percaté de la impresión que le causé a aquélla pobre señora, y me esforcé por tranquilizarla dirigiéndole unas palabras, y ya entró su cuerpo en situación y se calmó; mas yo, ni corto ni perezoso, impulsado por el pudor o, no sabría decir por qué, me introduje raudo en el habitáculo y cerré de un portazo.
Unos minutos de tensión, y suenan unos suaves golpes realizados por unos nudillos, en la puerta. La enfermera me invitaba a seguirla, arguyendo que estaba todo a punto para llevar a cabo mi endoscopia. La seguí hasta una amplia habitación dividida en cinco partes por cortinas de plástico, en uno de cuyos espacios me tendió sobre una camilla sin cabezal. Acto seguido me hundió en la vena de la muñeca izquierda una aguja unida por un macarrón a un recipiente que colgaba desde una especie de atril, (un gotero) que yo entendí que se trataba de la anestesia, y comencé a ponerme nervioso, a pesar de que intentaba impedirlo con todas mis fuerzas y respirando profundamente, hasta el extremo que, conseguí atraer la atención de la enfermera, a quien le comuniqué que, como consecuencia de la anestesia, se me estaban tornando rígidos los maxilares; ella sonrió y me aclaró que no era posible, que aún no me habían inoculado medicamento alguno. Quedé patidifuso, confundido y un tanto avergonzado: se trataba de un fenómeno de autosugestión, impulsado por lo que yo consideraba una reacción de la anestesia sobre mi organismo.
La oportuna aclaración de la enfermera constituyó un poderoso tranquilizante que me devolvió la calma total y me predispuso para afrontar con denuedo cualquier tipo de intervención que sobre mi cuerpo se ejecutase. El descrito gotero sólo contenía inocuo suero, cuya inoculación en vena, es una previa actuación necesaria para favorecer los efectos de la anestesia.
Ya digo que me encontraba dentro de una calma absoluta, cuando apareció de nuevo la enfermera con la intención de trasladarme a la sala de exploraciones para que el estupendo médico que estaba al frente de aquel gabinete pudiese, al fin, proceder a ejecutar la intervención de que fui objeto. Bajé de la camilla del suero, caminé acompañado por la enfermera los quince o veinte metros que me separan del gabinete de operaciones, donde me tienden sobre otra camilla condicionada para tales fines, me sugieren que lo haga de lado, con una pierna doblada y la otra totalmente estirada; obedezco con la tranquilidad antes descrita. Recordé que no había desconectado el teléfono y pedí permiso para hacerlo, pues éste se encontraba en el bolsillo y podría resultar molesto si me telefoneaban; lo desconecté. Acto seguido me coloca el médico un artilugio en ambos orificios nasales que me proporciona oxígeno para facilitar mi respiración. Me avisan a que van a proceder a inocularme la anestesia, asiento con un balbuceo. A continuación me hacen morder una especie de chupete perforado por el centro, por cuyo orificio introducirían las sondas y el escandayo. Sin darme cuenta de nada en absoluto, me sumí en una dulce inconsciencia, interrumpida por un parpadeo de mis ojos, que me hicieron pensar que aún no había hecho la anestesia todo su efecto, e intenté contribuir con su función, procurando dormirme apretando los ojos, cuando, unas palmaditas en la cara y una voz facultativa, se dejaron sentir diciendo: “No pretenderás seguir durmiendo todo el día ¿no?” Esta vez, con los ojos como tazas y lleno de asombro, pregunto: “¿Ya ha terminado, doctor?” “Así es”, me responde con algo de chanza el aludido doctor.
“¡NO LO PUEDO CREER, SI NO HE SENTIDO NADA, NADA!”
Me deshice en elogios de todo tipo mientras me levantaba de la cama, hacia aquellos profesionales que, tan maravillosamente, habían realizado su trabajo, aquella operación a la que yo me entregué con reticencias, merced al desconocimiento y la leyenda de náuseas y contingencias de todo tipo que le atribuye al ejercicio de esta clínica actuación, el mordaz boca a boca infamador.
De nuevo me acompaña la enfermera a la cama del suero, donde me recomienda unos minutos de reposo mientras me pasa el efecto de la anestesia. Desde allí, telefoneé a mi hijo para que me recogiera, cosa que hizo al instante de yo salir a la puerta de la calle, donde me aguardaba. Regresamos a casa y, aquí concluye la única experiencia que he tenido hasta ahora con una operación de este tipo. Me queda aguardar a que en la proxima consulta, designada para el próximo día 30, a las 5 PM, me de la doctora los resultados, con el correspondiente tratamiento.
Emilio Vázquez Sarmiento.
Emilio Vázquez Sarmiento.
2 comentarios:
Mis experiencias con las endoscopias han sido diferentes y más desagradables por supuesto...Prometo intentar que la próxima que me tengan que realizar me la realicen en Villamartín.
Un abrazo.
Pd.- Me asalta una duda...dices que antes que a ti hicieron un par de colonoscopia...No te harían a ti la endoscopia con los mismos aparatos que usaron para la colonoscopia ¿no?
¿Y eso fue en el kiosco sanitario...? Pues parece por lo que cuentas que no es tan kiosco.
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