Si la memoria no me falla fue Demòstenes –el as de la perseverancia y la abnegación-, diría yo, quien por mor de una patología congénita del frenillo (membrana que sujeta la lengua por la línea media de la parte inferior, y que, cuando se desarrolla demasiado, impide hablar con soltura), padecía enormes dificultades para mantener cualquier tipo de conversación con sus colegas, amigos o contertulios, hasta el extremo de que el mismo Equines se burlaba del jóven Demóstenes en sus primeras elocuciones, lo que le producía un terrible complejo, y se decantaba por permanecer callado en las acostumbradas reuniones y alocuciones que mantenían los sabios de su gloriosa época, de la Grecia clásica, -en la que destacó, también, como abogado y político-, con la exasperación que ello producía en un personaje del talento que éste constituía.
No se resignaba a ese destino tartamudeante y, antes de verse inmerso en la rabia y la impotencia, optó por buscarle una solución a toda costa a la citada incapacidad oral.
Tanto esfuerzo, ahínco y dedicación empleó en su autoterapia, que llegó a ser el mejor orador de sus tiempos, admirado por todos sus perplejos compañeros, quienes lo proclamaban paradigma de la superación del defecto en solfa.

Para conseguirlo, éste inefable ateniense, corrigió el odioso defecto introduciéndose chinas rodadas que buscaba en los ríos bajo la lengua y exclamando soliloquios en forma de entrenamientos de la oratoria, en ocultas cavernas, donde nadie pudiera verle ni oírle.
La paciencia, la constancia, el dolor y la sangre que le producía la piedra al roce de la lengua con el frenillo, fue obteniendo resultados cada vez más espectaculares en su dicción, hasta que, en poco tiempo, se adaptó la china de tal modo al expresado frenillo, que parecía formar parte somática de la parte inferior de su boca, consiguiendo que su oración fuese cada vez más perfecta, hasta llegar, como antes digo, a ser, ni más ni menos, que el mejor orador de su tiempo.

Si saco lo suscrito a colación es para mostrar a mi sobrino J. Carlos que existe filosofía para todo, y que, ¿quien se atrevería a indicarle a aquel genial orador que el silencio es un buen recurso?


Emilio Vázquez.

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