Cada casa, cada familia de esta convulsa era que nos ha tocado vivir, conviven –mejor, sobreviven- la inmensa mayoría de los progenitores con su monstruit@, el cual reina en toda la superficie del hogar, incluso, allende la vivienda, aún a su temprana edad, doblegando a los padres con sus insaciables caprichos inaceptables, y, a cuantos deseos surrealistas se le antojen a su febricitante cabecita.
No acceder a sus desproporcionados deseos puede conllevar que el pequeño tiran@ monte en cólera ante la resignada actitud de sus sufridos padres; quienes, en no pocas ocasiones, reciben en calidad de represalias todo tipo de vejaciones orales que, en numerosas ocasiones, llegan a convertirse en episodios de agresión física; sin que, por ello los padres, puedan levantarle ni la mano ni la voz a los infantiles maltratadores, quienes se saben protegidos por las ‘progres’ leyes que los amparan contra las tradicionales reprimendas de sus mayores, y que los animan a denunciar a sus padres acogiéndose a la promulgación de los descritos preceptos legales, los cuales han dejado a los padres ante una total indefensión y a merced de las nefastas consecuencias que acarrean esos preceptos legales hechos a medida para que, los que incurren en esta aberrante práctica, puedan, no sólo salir ilesos y triunfadores, si no, además, utilizarlo de arma y falso argumento para posibilitar que sus padres sean tratados como malhechores indeseables, por la misma injusta justicia que se ocupa de esta surrealista controversia.
Los primeros afectados y los que más lamentarán las consecuencias cuando ya la situación se torne irreversible, serán, qué duda cabe, ellos, los menores afectados del descrito síndrome. Se convertirán en víctimas de sus propios y terribles errores, de los que tendrán toda la vida para lamentarse y arrepentirse, pues, al cercenar a los cabeza de familia, están liquidando al mismo tiempo su gallina de los huevos de oro.
En contra del objetivo que persigue esta ley aberrante, obtendrá, por el contrario, unos resultados catastróficos, cuyas consecuencias podría poner en serios apuros a la generación en solfa y caerán en un victimismo cierto con el desarrollo, a medio plazo, del fenómeno en cuestión.
Mas, las víctimas más inocentes las representan las figuras de los padres quienes, por complacer en la medida que han alcanzado sus posibilidades, a sus hijos del alma, han obtenido como nefasto resultado el estallido de la ruptura de una familia, arruinada para siempre; con la terrible amargura y el dolor que conllevan tales circunstancias para esos padres destrozados por el denigrante proceder de sus propios hijos.
Esta es la situación que están sufriendo millones de padres a lo largo y ancho de toda la geografía occidental.
¿Cómo hemos podido llegar a esta lamentable situación paternofilial que padecen tantísimas familias en más de medio mundo? ¿Cuál es la causa que ha impulsado a adoptar en los menores, adolescentes e, incluso, jóvenes, estas depravadas pautas de conductas, que han proliferado como una moda negra entre las descritas generaciones?
Aunque resulte de lo más doloroso admitirlo, la mayor culpa de todo este desagradable asunto, la tenemos los mismos padres, aunque haya que compartir la misma con otros estamentos de la sociedad; pero, repito, sobre todo, somos los padres quienes hemos puesto el germen para que esta patología social se desarrolle de la manera tan galopante como viene aconteciendo hasta ahora.
¿Cuáles son los motivos y en que hemos fallado en la educación y la instauración de los principios de nuestros hijos?
Concurren tantas circunstancias y son tan variopintos estos motivos, que enumerarlos y tratarlos oportunamente requeriría la elaboración de un enorme tocho monográfico, más propio de elaborar por una mano docta en psicología social y pedagogía, que orearlo un diletante aficionado en las páginas del presente Blog como es un servidor.
De cualquier forma, dada la enorme preocupación que suscita el fenómeno en solfa, intentaré poner mi granito de arena, para arrojar desde mi tenue resplandor algo de luz sobre éste:
Mi generación creció en un ambiente social en el cual la jerarquía constituía u régimen cerrado dentro de la familia siendo su máximo exponente la figura del patriarca que recaía sobre el padre, quien gobernaba a los miembros con criterios cuasi dictatoriales, asumidos con resignación espartana por parte de toda la progenie que acataba a pies juntillas las órdenes y las normativas impuestas por su autoridad, transmitida por la fuerza de las costumbres y la férrea dictadura dominante en nuestro país durante aquellas horribles calendas.
Así, pues, el concepto de seres humanos estaba poco desarrollado en aquel tórrido ambiente a juzgar por el trato que se nos dispensaba el cual, en cierto modo, más bien se parecía al que recibían los animales que al que merece una persona. De esta manera, se disponía de nosotros como meros instrumentos a la hora de tener que utilizarnos, de manera que, el objetivo principal que se esperaba de los menores, era el máximo rendimiento en los trabajos que se nos asignaban, los cuales correspondían más bien al ejercicio de la bestias que al de inocentes críos en fase de desarrollo, el cual se veía parcialmente frustrado por tales ejercicios, toda vez que todo nuestro organismo se encontraba en ciernes, además, con una nutrición muy que precaria.
Como digo, nuestra obediencia era ciega. Nuestros deberes consistían:
1.- Los chico@s de la clases más desfavorecidas ni siquiera contaban con la posibilidad de poder acudir a centros docentes donde recibir una asistencia escolar primaria: Éstos eran enviados a ranchos, cortijos, etc. apenas cumplían los 9 años para emplearse en los duros y variados oficios que el campo te ofrecía que consistían en ‘guardar’ cerdos, cabras y chivos, vacas palurdas y, en el mejor de los casos, sumisos pavos que se dirigían con una caña larga. A otros los utilizaban como aguadores, esto es, ponerlo a cargo de un burro con un aparejo que constituía una aguadera de seis cántaros, cada uno de los cuales con un peso aproximado de veinte kilos, los cuales resultaba casi imposible de colocar en la cantarera, dada la escasa fuerza y altura de aquellos pequeñajos; pero la necesidad se volvía imperiosa y había que subirlos, aunque fuera sacando fuerzas de flaqueza, como así se hacía. Después había que repartirlos entre gañanes o segadores, dependiendo de la época del año: en la estación veraniega a los segadores y el resto del año a los gañanes.
En el ejercicio de estos menesteres había que emplearse con duro empeño desde el alba hasta pasado el ocaso.
La indumentaria se componía casi siempre de los despojos que los mayores prescindían; de esta manera, veíanse niños deambulando por todos los confines de los campos andaluces, enjutos, embutidos en ancha indumentaria compuesta por amplios calzones, blusones enormes y un callado de acebuche que recordaban más la figura de un espantajo que a una inocente criatura; eso en tiempos de bonanza meteorológica, cuando en la estación invernal el cielo se abría en interminables precipitaciones –en ocasiones el temporal tardaba más de tres meses en remitir, SÍ, TRES MESES SIN PARAR DE LLOVER- que se cebaban con los braceros quienes debían apechugar intentando burlar los chaparrones al socaire de los árboles, cubiertos con viejos jubones de lonilla; gorras amorfas que usaban como tocado y de calzado unas alpargatas de esparto. No eran pocos los que se enfrentaban a esas vicisitudes totalmente descalzos.
La comida se componía, el desayuno, de unas tostadas a la brasa untadas con tocino del día anterior, o emponzoñadas con un aceite ‘venenoso’ por la alta acidez que contenía, a pesar de lo cual se deglutía con verdadera fruición; el almuerzo constaba de un plato de puchero con garbanzos, arroz y un poco de tocino añejo y morcilla enternecida por la acción la cocción del puchero; otras veces una enorme sartén con migas cocidas que, durante la temporada de los espárragos si la silvestre cosecha era abundante, se usaban como rico aditamento que se agradecía profusamente por suponerlo una delicia culinaria, constituía el único plato del mediodía. Antes de irse a la cama hacían sonar una cacerola a modo de retreta para avisarnos de que la cena estaba servida, la cual se componía la inmensa mayoría de las ocasiones del mismo cocido que se había servido para el almuerzo, reforzado con una buena porción de nuevo arroz o pastas italianas y media hogaza de pan negro, como plato único. Para el postre se nos daba a cada uno un cuarto de naranja, fuertes como rayos, o pírricas raciones de frutas del tiempo si la finca disponía de huertas que permitieran madurar dichos frutos. De noche se dormía en una gañanía sobre un aparejo de bestias, sobre un montón de paja, farfolla o sobre deshilachadas mantas que se usaban, también, para cubrirse. Extenuados los chavales caían en un sueño profundo hasta el siguiente amanecer que se reanudaban las esclavizadoras tareas.
Todo lo expresado concerniente a los trabajos infrahumanos que aquellas generaciones de niños se vieron obligados a ejercer, puede parecer o sonar hoy a cuento chino, pero yo soy un vivo testigo en condiciones de declarar formalmente, y, ante lo más sagrado, si fuera necesario, que estas situaciones han sido tan reales como el sol que recorre cada día nuestro infinito. Además, debo añadir que, el salario que obtenían la mayoría de aquellos valerosos niños, era tan sólo la comida y algo de la indumentaria que se ha descrito anteriormente; en algunas circunstancias obtenían un sueldo los mayorcitos de quince o veinte duros mensuales, que entregaban íntegramente a sus padres, quienes le devolvían, en el mejor de los casos, dos reales o una peseta con lo que debían cubrir todos sus gastos mensuales.
Era una forma de vida dura, durísima, cuasi cavernícola; mas no había lugar para la delincuencia juvenil ni para adoptar las conductas kafkianas que estos niñatos de hoy utilizan contra sus padres. Sé que el precio fue alto, muy alto, pero, habría que meterlos en una balanza ambos y sopesar primorosamente los resultados; porque aquello, como hemos podido observar, tuvo solución con el paso de los tiempos, pero este clima de violencia, de odio fraternal y de desmanes que se ha implantado en nuestros tiempos, a ver quién los va a solucionar y cuando.
2.- También debo reconocer que no todos los menores vivían inmersos en esa caótica situación, otros pertenecientes a estratos sociales menos depauperados, podían disponer los servicios educacionales que proporcionaba el severo régimen dictatorial, que nos permitían acudir a una pírrica escuela de enseñanza primaria cuya etapa de ‘adoctrinamiento’ concluía, en los mejores casos, a los doce años. A partir de los cuales había que emplearse en sendos trabajos como los relatados en los folios anteriores. Pero, al menos conocíamos las cuatro reglas y escribir más o menos correctamente, lo cual abría muchas puertas que, para nuestros iletrados coetáneos permanecieron cerradas para siempre, debiendo apechugar de por vida con los trabajos más denigrantes.
Dicho todo lo cual, retomo el asunto con que dio comienzo este relato, aduciendo que, si suspiramos por que estas nuevas generaciones de violentos depongan su beligerante actitud algún día, – me refiero únicamente a los violentos- debemos implicarnos a fondo tanto padres, como profesores, políticos, legisladores y jueces; y, entre todos, procurar con la acción de buenas pedagogías y las prácticas que consideremos oportunas reconducirlos por el buen camino, que jamás debió perderse.
Mas, repito, que el factor fundamental lo constituimos los padres y madres; y no debemos continuar con los esquemas equivocadamente introducidos en nuestros hogares, la errónea educación impartida a nuestros hijos, el permisivismo y el consentimiento a que los hemos acostumbrados, y han sido la causa del tremendo fracaso familiar. Esos privilegios, yendo todos a una, pueden irse corrigiendo paulatina y gradualmente, adoptando los medios pedagógicos, antropológicos y legales necesarios.
Amen.
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