CONFESIONES DE UN UXORICIDA II PARTE

Con el nuevo ingreso de aquel joven paciente comenzaron a surgir los problemas entre nosotros; aquello representó el principio del fin de nuestra placiente felicidad. Veréis:
Comenzó por hacerme comentarios de dicho paciente con una frecuencia inusual; siempre que me hablaba de éste lo hacía con subjetividad y excesivo afecto, como si lo conociera de toda la vida, o así. Su ‘aprecio’ parecía ir creciendo de forma excesiva cada día, y, como hechizada, me seguía comentando numerosas vivencias sobre el personaje en cuestión. Sólo hablaba de él, únicamente de él, no hacía más  comentarios  respecto a otros internos; pero yo intuía que muchas cosas se las callaba. Al principio cuando se mencionaba al referido enfermo  lo hacía citando escuetamente su apellido (Pérez); al poco tiempo ya lo llamaba por su nombre de pila: “El pobre Tomás continua en planta en calidad de convaleciente, porque le están practicando numerosas pruebas, a fin de prescribirle el tratamiento más idóneo para mitigar en la medida que resulte posible el malestar que le producen las crisis de cefaleas; aún deben hacerle muchas pruebas, mientras tanto, me ordenó el doctor Marías que le procurara dietas ricas en tiramina, histamina, phenilamina, etc.”
Aunque no entendía muy bien la jerigonza que empleaba, tampoco le prestaba atención alguna; pues, lo que realmente me preocupaba, era el estrecho vínculo que estaba desarrollando  con ese tal Tomás, de una manera tan rápida. Y, la verdad es que, me fueron embargando los celos, las sospechas… Luego, desechaba esos malos pensamientos, pues la que hasta entonces había sido la más amante,  dulce y adorable de las esposas, no era posible que de la noche a la mañana  pudiese incurrir en ningún tipo de infidelidades. -¿Me estaba volviendo celoso? ¡No! Tal vez el cambio de costumbres… Allá en mi tierra las mujeres observan otro tipo de conductas más chapadas a la antigua. Acá, en cambio, disfrutan de otro tipo de libertad, y la convivencia en el trabajo obliga a la adaptación, y ese fenómeno es, seguramente, el que ella está experimentando.

Pero, a medida que pasaba el tiempo, ya casi apenas manteníamos conversaciones de Tomás como si con ese gesto intentara ocultarme sus simpatías por el mismo. Sí, la notaba como más fría, más distante e, incluso, esquiva en la complacencia de las caricias y las amorosas carantoñas que antes me prodigaba. Hasta cuando la besaba la notaba tensa, reticente, poco receptiva, como si sus delicados labios mostrasen cierto rechazo hacia el ansia con que los anhelaban  los míos; si la estrechaba en mi pecho cariñosamente, notaba yo que parecía apartarme con los brazos que, ya, ni me rodeaban la cintura haciendo llave en mis espaldas entrelazando  los dedos de ambas manos como yo lo  hacía. -Pero, ¿Qué te ocurre? ¿Parece como si me rechazaras? -No, es que no me encuentro muy bien. Tras mucho insistir conseguí que esa noche hiciéramos el amor, bueno, tuve la sensación de que para mí sólo supuso  una masturbación, pues ella se mostró durante todo el acto frígida, ausente; no cooperó absolutamente nada; pude advertir claramente que no compartió el orgasmo. Lo que más me afectó fue cuando me interpeló: -¿Ya has acabado?, y se volvió bruscamente hacia su mesita de noche dándome la espalda, sin permitir ni una caricia mía, ni un beso, ni un halago…

Cada vez eran más frecuentes las escusas para esquivarme.  Por supuesto, se fueron volatizando, además, las profusas  virtudes que antaño poseía: no mostraba su anterior disposición  en los quehaceres del hogar; la puntualidad del regreso del hospital también se fue esfumando, y cuando le preguntaba por el motivo, me respondía con evasivas o con descaradas mentiras. (Jamás me mentía antes). Era todo tan extraño para mí… Esa torva conducta me exasperaba, me sacaba de mis casillas, me carcomía.

Hasta llegó a negarse a que la recogiese  cuando su turno acababa a las doce de la noche, aduciendo que tenía guardias o estaba sustituyendo a alguna compañera; hubo veces que hasta ignoraba cuando regresaba a nuestro hogar pues, como digo, a las ocho de la mañana comenzaba mi jornada laboral. Si le dejaba alguna nota, a mi regreso podía comprobar que ni la había mirado; ni siquiera se molestaba en retirarlas del lugar en que se las dejaba.
La cosa fue pasando de marrón a castaño oscuro; ya había días que no se presentaba en casa; los ingresos bancarios correspondientes a su salario se habían vuelto insignificantes: apenas ingresaba cantidad alguna.
Cuando coincidíamos en el hogar, no podía preguntarle nada, se mostraba reacia a responderme, y me acusaba de someterla a interrogatorios, motivo por el cual iban creciendo nuestras discusiones y aumentando el tono de los gritos que, sobre todo, ella profería sin recato. Incluso llegó a insultarme una de las escasas ocasiones en que coincidimos en casa; entonces, un impulso de rabia me empujó a tomarla   fuertemente por los antebrazos y, elevándola un palmo del suelo con los ojos exorbitados y las venas del cuello como atanores, le grité sucesivas veces: -¿QUÉ ESTÁS HACIENDO CONMIGO? Tienes una aventura con ese Tomás, ¿No?  ¿NO? ¡Va, confiesa! ¿Es que ya no me quieres? ¿Qué está pasando? ¡Dímelo! ¡Dímelo! ¡SOY TU MARIDO!
De pronto reaccioné y tomé consciencia de lo que estaba haciendo, la solté, me eché sobre la mesa con las manos en la cara y los codos apoyados sobre la cimera, y sollozando, quise disculparme, a lo que ella respondió de esta manera con el cabello revuelto y el dedo índice apuntando hacia mi persona de forma inquisidora:
-No me vuelvas a tocar nunca más o te denunciaré a la policía. Tú no eres mi dueño; yo no soy de nadie, me pertenezco a mí misma y hago lo que me viene en gana; si no te gusta, puedes irte de esta casa y pedir el divorcio. Tú puedes hacer lo que quieras con tu vida, me da igual. –Lo espetó con un desprecio y un encono desconocido en ella para mí-.
Aquella reacción me dejó  atormentado, deshecho, crispado…

Ante este lamentable estado de cosas, y movido por los celos y el inmarchitable amor que sentía por Alicia, decidí al día siguiente espiarla presentándome de incognito en su lugar de trabajo, -previa autorización de mi jefe para ausentarme-.Tuve que hacer grandes esfuerzos para guardar la apostura al dirigirme al hospital, pues, por dentro iba irascible y destrozado.

Corría el mes de marzo y un fuerte viento de poniente barría las calles y agitaba el ramaje de los naranjos y las palmeras que, intercalados, jalonaban el camino de entrada al Centro hospitalario. Acurrucada en un vericueto de la puerta del hospital, embutida en una bata blanca de tirantas, un jersey abierto y una cofia en forma de tocado, con calzado y medias del mismo color,  consumía un cigarrillo, protegiéndolo del viento para que no se apagara, encorvando la mano derecha sobre el mismo,  una compañera  de mi mujer, (Elvira) a quien yo conocí en el bar del Centro, mientras desayunaba con Alicia, cuando me operaron de la vasectomía. La saludé y le pregunté por mi esposa con delicado tacto para no levantar sospechas sobre mis intenciones y mi estado de ánimo, pero pensé, que ya allí se sabría todo sobre sus ligerezas y sus fechorías; y, como la sabían casada, ya habría suscitado sentimientos de desprecio hacia su persona.
Ella, la A.T.S., simulaba alegrarse de verme, cuando, en realidad, lo que sentiría sería lástima de mí conociendo el ultraje al que me estaba sometiendo mi esposa.
Después de los saludos le dio la última calada al cigarrillo y lo arrojó a un gran cenicero cónico que se hallaba cerca de allí; con la boca humeante aún, me comunicó que mi mujer no se encontraba allí. -¿No está cuidando al paciente afectado de cefaleas? -Inquirí sacándome las manos del bolsillo.-  -¿Te refieres a Tomás Pérez?. -Sí, sí, a ése Tomás. -¡Si le dieron el alta médica hace más de dos semanas!. -¡Ah!, si, no lo recordaba. -Tuvo que notarme que disimulé muy mal, porque debió advertir como se me sonrojaba el rostro. Sabía que se me habían subido los colores por el calor que desprendían mis mejillas.

A continuación, taciturno y casi tartamudeando, le pregunté  si sabía dónde podría encontrarse en esos momentos mi mujer. La seguí mientras comenzaba a adentrarse en el edificio del hospital sin volverme la espalda, al tiempo que me explicaba que solía irse a la calle ‘Camino de las Hormigueras’ con Tomás al acabar su turno cada día. No recordaba el número, pero dijo: -yo juraría que me comentó en una ocasión que Tomás vivía entre el número 11 y el 17 de dicha calle. También me indicó el número de autobús urbano que debía tomar para llegar al descrito domicilio
Le di las gracias y me despedí apresuradamente, dirigiéndome hacia el autobús corriendo porque estaba a punto de cerrar las puertas y partir.

Me apeé del bus a las puertas de un bar próximo a los números facilitados tan amablemente por la enfermera; entré y pedí que me sirvieran una caña de cerveza; la hubiera consumido en cualesquiera de los pequeños veladores  de la puerta al objeto de vigilar el tramo de la calle ‘Hormigueras’ en que se encontraban los números del 11 al 17 de la misma, pero las inclemencias del viento imposibilitaban mi intención, circunstancia que me obligó a  asomarme frecuentemente a la puerta, para llevar a cabo dicha vigilancia a efectos de sorprender a mi infiel esposa sola o  con el individuo antes citado, a quien no conocía personalmente.
Las paredes del interior de la barra del bar, desde la cenefa dorada hasta la moldura del falso techo, estaban revestidas de azulejos, salpicadas de baldosas con motivos taurinos; las del recinto estaban dotadas de un bonito zócalo de 1,50 m. de altura, coronado por una cenefa similar a la descrita anteriormente, a partir de la cual, pintadas en color crema, bajo cuyas molduras de escayola se apreciaban enormes cabezas de toros disecadas y murales de considerables tamaños, pintados a la acuarela con artísticas expresiones, también, taurinas.
Para no hacerme notar por tanto ir y venir, de la puerta  a la barra y viceversa, simulaba sentirme atraído por los descritos murales y la testuz taxidermizada de los  toros, invirtiendo pequeños espacios de tiempo en contemplarlos con pretendida atención,  sin soltar la rubia  caña de cerveza en mi mano derecha y con la desesperación en las entrañas.
Ya era la tercera consumición que ingería, sin conseguir mi objetivo.  Estaba atardeciendo. Yo no llevaba ropa de abrigo y el viento rolaba ya desapacible y frío, empujando frentes nubosos que encapotaban el cielo, vaticinando precipitaciones.
Regresaba de nuevo de la puerta con la fría caña en la mano, y me dispuse a contemplar otro mural mientras le daba un sorbito al  vaso. Estando en ello, vuelto de espaldas a la puerta, advertí que alguien entraba; me vuelvo y, ¡maldición! Era ella; Alicia abrazada en actitud cariñosa a un hombretón de fuerte complexión y de una considerable estatura. -Nunca ella me había comentado nada referente a su enorme tamaño-. No se habían percatado de mi presencia; él, porque no me conocía, y ella, porque  miraba con embeleso a su galán mientras, sonriente, le acariciaba los dedos de la mano izquierda, susurrándole cualquiera sabe qué.
La sangre se me heló; por un instante no podía articular músculos ni para deshacerme del vaso de la cerveza. Mas, una endiablada e incontenible reacción surgió dentro de mí con la furia de un tsunami y me arrojé bramando y dirigiendo la cabeza al vientre de aquel gigante con la rabia del pirata que le arrebatan su tesoro. Con la violencia del impacto, perdió el equilibrio y dio de bruces en el suelo quedando tendido un corto espacio de tiempo, cuan largo y ancho era. Segundos que aproveché para romperle a la que todavía era mi mujer el vaso en la cara cuando se dirigía al hombretón exclamando -¡Pablo! ¡Pab...!  -No le dio tiempo a terminar la segunda exclamación-. Yo me quedé desconcertado, pues no se trataba de Tomás. ¿Quién era entonces aquel hombre?
 El gigante se levantó raudo y me redujo al instante propinándome dos tremendos puñetazos, uno en el estómago y otro en el rostro.
Ella sangraba abundantemente mientras yo yacía inconsciente en el suelo con algunas piezas dentales menos, y sangrando también por la boca y con el ojo derecho cerrándoseme de la hinchazón producida por el efecto del  golpe propinado por   aquel animal.
Unos tortazos en las mejillas y un paño húmedo que deslizaban por mi frente, me hizo recobrar la consciencia, aunque el aturdimiento me impedía coordinar y pensar con lucidez. Era la policía quien me reanimaba. A Alicia  la habían trasladado al hospital en una de las ambulancias que acudieron a la llamada que hizo el sorprendido propietario del bar al 112. Las sirenas se hacían oír a la puerta y las encendidas estolas veíanse dando vueltas luminiscentes en la parte delantera de la baca de los Coches Patrulla.
Al gigante le tomaba declaración la policía ante la estupefacción de la presente clientela, quienes también declararon en calidad de testigos. Cuando los agentes requirieron su D.N.I., oí a uno decir Pablo Muñoz Sierra... No había duda, no se trataba de Tomás. ¡Otra terrible  intriga dentro de aquel polígamo maremágnum que a mi inconsciente le urgía desentrañar!
A mí me llevaron esposado al hospital, y tras un rutinario reconocimiento y practicarme las primeras curas de mis sangrantes mellas y mi maltrecha boca, solicité con vehemencia la presencia de la amable A.T.S. que me facilitó la dirección de la calle ‘Hormigueras’. La citaron por megafonía y rauda acudió a Urgencias, donde me atendían. Delante de la propia policía que me custodiaba, la puse en antecedentes y la interrogué ansioso sobre aquella inesperada situación: -¿Quien era aquel gigante que destrozó mi cara y donde se encontraba el paciente de las cefaleas tensionales? -Atiende bien; Tomás, el de las cefaleas, es gay; trabó gran amistad con tu mujer, se hicieron muy amigos y, después de recibir el alta,  continuaron la fuerte amistad que desarrollaron mientras él estuvo ingresado; ella lo visitaba -como antes te dije- a su casa cuando acababa su turno, una y otra vez. Al lado de donde vive Tomás, administra su primo Pablo un gimnasio donde solían reunirse los tres; y allí comenzó el idilio entre ambos: Pablo y Alicia. El resto casi lo conoces tú mejor que yo…
Quedé largo espacio de tiempo perplejo y meditabundo tras la confesión, mientras me trasladaban a un depósito carcelario, -creo que al del Juzgado de la zona- donde pasé varios días, hasta que me permitieron hablar con un abogado de oficio  que me facilitaron al yo carecer de recursos económicos, quien me comunicó que la denuncia y las acusaciones inculpatorias eran importantes y graves; que procuraría que el litigio se celebrase lo  antes posible, para que el juez dictara sentencia antes que me sanasen las heridas de la agresión sufrida, por si servía de atenuante. –Aunque mi rival alegaría que actuó en defensa propia- -Suerte tendremos si sales en libertad condicional. -Fueron las  palabras de despedida del abogado_.

El juicio se celebró en un Juzgado de la Plaza de Castilla.
Solicitaba el Fiscal que se me juzgara bajo el concepto de Pena Grave, pero, tras dos horas de Vista Oral, la perspicacia de mi abogado convenció al Juez para que redujera la pena a 22 meses de prisión, que no cumplí por carecer de Antecedentes Penales. Mas sí se me exigía pagar los gastos derivados de las operaciones de cirugía plástica a que fue sometida Alicia tras los desgarros faciales sufridos por mi agresión a su persona en el bar de la trifulca, y las costas del juicio. Para el gigante solicitaban la cantidad de 2.000 euros ‘por daños físicos y morales’, y para el establecimiento donde se desarrolló la reyerta, 700 euros por desperfectos en los muebles; pedían, además,  una sanción de mil euros por escándalo público. El letrado que me representaba puso en conocimiento de la Sala mi insolvencia. Ante tal situación, el Juez procedió a embargarme cuanto tuviera a mi nombre, como era preceptivo. Sólo me fue incautado el viejo automóvil, una bicicleta y el finiquito con que debía liquidarme la empresa en la que trabajé, -pues de ella me habían despedido por estar sentenciado- cuya existencia hubo de declarar mi abogado defensor por imperativos legales; este era todo el patrimonio que constaba a mi nombre.  Los demás enseres de la casa y el disfrute de todo el mobiliario  de la misma le correspondía a ella, según la sentencia; además, yo debía continuar abonando el importe de su alquiler: Me fue impuesta, también, una orden de dos años de alejamiento de mi esposa, en un radio de tres kilómetros.
Finalmente quedé libre con cargos; me debía presentar cada semana en el Juzgado durante un plazo de seis meses. A partir de ahí, de  mi conducta y comportamiento dependería que el juez decidiera ordenar si continuaba o no  presentándome en dicho Juzgado.

En los entresijos de mi cerebro no quedaba espacio más que para la desesperación y la venganza, venganza cuyo objetivo era Alicia. Pues había acabado con todas mis ilusiones, con mi futuro, con mi vida… Me hubo destrozado física y psíquicamente: Estaba fichado y condenado; con más velas que un miura; sin trabajo; sin un techo donde cobijarme, ni nada que llevarme a la boca; sin amigos, bueno, sí, Fernando, el compañero de trabajo con quien trabé una buena amistad, podía considerarlo aún como amigo. Era el único ser en quien podía confiar todavía en la Madre Patria. ¡Vaya maternidad!

Anduve vagando por las calles, siempre procurando respetar las distancias impuestas por el juez. Mientras tanto, pensaba y pensaba, y maldecía mi fecha de nacimiento, y a la adúltera de mi mujer.
No sabía qué hacer ni a qué estamento o administración  debía dirigirme para paliar mi lamentable situación, y acudí a Fernando, mi ex compañero de trabajo, quien no me reconoció en principio de lo desarrapado, sucio, despeinado  barbudo y desdentado que me encontró. Me llevó a su casa –en la que convivía con su mujer y una hija pequeña- donde me ofreció el baño y me proporcionó ropa que ya él no usaba, comida y un poco de dinero. Además me dejó las llaves para que me refugiara en una vieja caravana estacionada en un solar municipal,  con la que su difunto padre gustaba trasladarse con su esposa a otras latitudes durante las vacaciones estivales.
Aquella misma noche me aposenté en la descrita caravana; toda entera la pasé en estado de vigilia, cuyo tiempo empleé en maquinar cómo espiar los movimientos de Alicia sin ser descubierto, para no dar con los huesos en la cárcel. La extravagante conclusión en suma  no fue muy imaginativa, pero no se me ocurría otra: Me raparía la cabeza, adornaría apéndices de mi rostro con aretes y colgantes y me dejaría crecer la barba. Resultaría dificilísimo reconocerme si no cometía ninguna imprudencia que me pudiese llevar a una detención por parte de la policía, la cual procedería a identificarme, como suele ser lo habitual, cuya actuación dejaría al descubierto mi identidad.
Toda la transformación la llevé a cabo dentro de la caravana; cuando salí, no me reconocía ni la madre que me parió, ¡seguro!
Con ambas manos en los bolsillos me dirigí a los alrededores de mi antiguo hogar, a fin de localizar y someter a un exhaustivo seguimiento a mi mujer. Ya era mediodía; en esta ocasión el sol calentaba lo suficiente como para que tuviese que buscar un banco donde sentarme a la sombra, aunque yo disponía de la copia de la llave de  casa que guardaba bajo una pesada losa ubicada en la esquina norte del inmueble, pero no consideré,  oportuno allanar la vivienda, hasta que, tras la vigilancia a que estuve sometiendo a mi mujer, no diera los frutos que yo esperaba. Uno de los cuales consistía en averiguar con quien entraba y con quien salía.

¡Al fin la vi! Venía sola. Serían sobre las tres de la tarde. Se me estremeció el cuerpo del  súbito temblor que me produjo su presencia. A mí ni me miró y, aunque me hubiera visto, en modo alguno podría reconocer aquella carátula de rapero en que hube convertido mi cuerpo. -¿La seguiría amando en lo más profundo de mi alma? ¿Sería esto posible después de haber arruinado mi vida para siempre? Lo cierto es que sentía sensaciones y sentimientos encontrados al verla de nuevo, y sola-.  Aún le quedaban algunas gasas en las zonas maxilares que, en nada restaban belleza a su rosáceo rostro. Se había teñido el pelo en rubio y la encontraba más atractiva que antes. Además del bolso de figuras abstractas pintadas en colores encendidos  que prendía de su costado, portaba otro objeto en la mano derecha y una bolsa de plástico en la izquierda. Un minivestido de colores llamativos de mangas asimétricas, una corta y otra que acaba en el omóplato izquierdo, según se miraba, cubría su cuerpo. Ella también había cambiado sus hábitos y atuendos, pero por distintas razones a las mías. Mas advertí como si hubiera engordado un poco y se le notaba una rara alteración en su palmito si se miraba con detenimiento. Encontraba yo extraño ese estado de obesidad tras haber sufrido unas situaciones tan traumáticas, derivadas de nuestro encuentro en el Bar de la Discordia. Que ese tipo de cosas, muy al contrario de engordar, favorecen el  adelgazamiento.
Se detuvo ante la puerta de la casa, hurgó en el bolso y sacó la llave con la cual hizo girar la cerradura y, con la rodilla derecha y apoyando una mano sobre el manubrio, empujó y abrió la puerta, cerrándola de un taconazo sin volverse cuando cruzó el umbral.  La imaginé adentrarse por el pequeño distribuidor y accionar el manubrio de la puerta que da al salón, como tantas veces habíamos actuado ambos en nuestra corta y agridulce convivencia.
Desde entonces procuré no perderla de vista. Todos los días acudía a la misma hora aproximadamente, porque debía seguir aún en situación de Baja Médica, pues esa hora no se correspondía con la de su horario de salida del trabajo.
Ni siquiera se preocupaba de mirar a los lados por si yo la seguía; tal era su confianza en el cumplimiento de la Orden de Alejamiento que me hubo impuesto la Justicia hacia  su persona.

Me armaba de paciencia durante el compás de espera que mantenía mientras aguardaba la salida de casa para continuar investigándola, que, en ocasiones tardaba hasta 6 largas horas. Sobre las diez de la noche salió de nuevo, vestida con  indumentaria similar a la anterior, pero de corte nocturno y calzada con enormes plataformas y un bolso rojo que colgaba a la bandolera. Tomó un autobús urbano que estaba estacionado en su Parada aguardando pasajeros y esperando para partir en su momento de salida. Sacó el billete y buscó acomodo entre las primeras filas. Unos segundos después subí yo también a bordo, cabizbajo para evitar ser reconocido por ella en caso de mirar hacia atrás. Durante el transcurso del itinerario del Bus, todo transcurrió normal. Se apeó en la quinta estación seguida con cautela por mí.
Anduvo, apartándose de la avenida en la que seguía estacionado el autobús, y continuó por una sórdida calleja, silenciosa y poco iluminada como consecuencia de las piedras y objetos lanzados contra las lámparas de neón por los vándalos que habían roto buena parte de las mismas. Debía andar yo con cuidado, pues, los transeúntes que nos cruzábamos en los acerados –ella caminaba por el opuesto al mío a una considerable distancia que yo dejé correr para que no advirtiese que la seguían- eran cada vez  más escasos, y resultaba más complicado pasar desapercibido.
Pero el ruido de mis pasos se dejaba absorber por el taconeo de sus descritas plataformas cuando había momentos en que sólo los dos caminábamos por ese vial. Al poco tiempo pude observar que se aproximaba un cruce de calles, a cuya derecha se advertía una fuerte luminosidad acompañada de un potente ruido infernal de compases. Allí dirigió sus pasos, mientras se mesaba  el cabello, aflojando el ritmo para retocarse la pintura de los labios y el rímel, sujetando con la mano izquierda un pequeño espejo ovalado que sacó del  bolso rojo, con el que se auxiliaba para llevar a cabo con mayor esmero el acicalamiento.
Se trataba de una discoteca, en la que se introdujo soportando las groserías que, en forma de obscenos piropos, le dedicaban los mozos que se hacinaban a la puerta.
Yo aguardé unos minutos antes de entrar al objeto de darle tiempo para que se acomodase, y colocarme después en un lugar estratégico para observarla sin ser visto. -Todas las precauciones son pocas en mi condición de liberto condicional-.

Mientras sacaba la entrada me ajusté un gorro de lana que adquirí para la ocasión y retiré los aretes de mis apéndices, pues no podía con mi aspecto arriesgarme a despertar sospechas en los porteros, y, sobre todo, ante aquéllos, que parecían dos aguerridos perros de presa. Pasé al interior sin problemas. El ruido era insoportable. En la barra se advertía un acre olor etílico. Estaba a rebosar de clientes consumiendo gran diversidad de combinados   y enormes recipientes de cerveza. En la pista volaban las manos, y los pies danzaban intentando seguir el frenético ritmo de los mefistofélicos compases que suscitaban manifestaciones psicodélicas. Había bastantes exhibicionistas que, casi desnudos-das, agitaban la ropa con una mano mientras sujetaban con la otra su consumición. -¡De locura!-  –Debieran exigir cascos para soportar tan patológicos decibelios, igual que los exigen los obreros para utilizar cualquier tipo de herramienta en el tajo.-
Antes de situarme intenté localizar a Alicia para apostarme en un lugar apartado y, desde éste, vigilarla. Después de atisbar minuciosamente todas las salas y la barra,  pude detectarla al fin cuando salía de los servicios, pasó a sólo dos metros de mí, estuve a punto de que me  reconociera, -aunque no era muy probable- ¡pero, pasé un buen apuro!, pero  habría que ser sabio para adivinar dónde te la podrías encontrar.
La seguí con la mirada con mucha atención para no perderla de vista, aunque el bolso rojo que lucía esta noche la delataba y me vino como un señuelo para su localización.
Dirigió sus pasos hacia una zona apartada donde se levantaban varios mostradores cilíndricos de material sintético de 0,8 m. de diámetro. Concentré toda mi atención a su lugar de llegada, incluso me acerqué un tanto con sumo cuidado, porque esperaba encontrar allí al hombretón que me rompió los dientes. Sorprendentemente no estaba. Se reunió con dos individuos que, de forma presurosa y nerviosa, la besaban en los labios y la manoseaban hasta por las partes más pudendas, ambos correspondidos con los mismos ‘halagos’ por parte de ella.
Agravio tan vejatorio no había recibido nunca mi persona. Aunque supe contenerme –que apenas podía- la maldije y proferí por lo bajini los mayores  insultos que puede recibir una meretriz adultera; que en eso había caído, en el más lamentable estado de prostitución.

Las tres y media de la madrugada eran cuando, borracho como una cuba, el trío se dispuso a abandonar aquel lugar infernal, que tanto daño me había causado, también. Me aparté –aunque ya me daba todo igual- para que no tropezara conmigo al pasar la zorra abrazada obscenamente a los dos individuos. Salieron a la puerta, tomaron el cruce para seguir por la misma calleja que la trajo a la discoteca, emitiendo grandes risotadas mientras seguían con el flete  del manoseo y con los besos. Al llegar a la avenida ya no funcionaban las líneas de  autobuses. Tomaron un taxi que, seguramente, los condujo a mi antiguo domicilio, del que los imaginé  apeándose a la puerta, en cuyo interior emplearían toda su infame lujuria en organizar una pecaminosa orgía  en el lecho que  tanto la amé.

El poco dinero del que disponía no podía invertirlo para continuar siguiéndoles a bordo de   un  en taxi. Así que recorrí aquel camino andando y andando hasta llegar a la puerta de la vivienda donde los imaginaba retozando desnudos sobre la cama. Llegué a las cuatro y veinte minutos de la madrugada. Lo hice  furibundo, con la decidida intención de sorprenderlos  dentro y acabar de una vez por todas con este tormento.
Como un autómata, pero con el sigilo de una serpiente, busqué la llave que ocultaba bajo la losa y la introduje con cautela  en el tambor de la cerradura, haciéndola girar despacio. La hoja de la puerta no se me resistió y abrió sin originar ruido alguno. Casi todas las luces estaban encendidas; se oía música roquera y un ruido de gritos y jadeos procedentes de la alcoba. Tomé un bate de beisbol que reposaba en un paragüero ubicado en un rincón del distribuidor, me acerqué con prisas al dormitorio y, allí estaban los tres totalmente desnudos y colocados en mi tálamo en el orden que sigue: uno de los dos individuos tendido boca arriba mientras mi adúltera ‘ex’ le hacía una ruin felación, entre tanto el otro la penetraba por detrás…
Creo que alcancé en instantes un alto grado de locura, o enajenación mental, o… Entré a saco y gritando con ambas manos fuertemente asidas al bate y le arreé un fuerte golpe en la espalda al que la penetraba quien, entre sorprendido y asustado, emprendió una loca huida arrastrando con la mano izquierda la ropa que pudo coger  de una butaca que rodaba por los suelos de la alcoba; algo  parecido hizo el siguiente, asustado y confuso, también, quitándose de encima a empujones a la hembra depravada.  
Mientras los fornicadores alcanzaron la calle y les cerré la puerta, los dos quedamos solos frente a frente. Ella se incorporó rauda y silente y, cubriéndose la cara y la cabeza con los brazos, intentaba protegerse tras la cama, en un gesto instintivo y desesperado. Igual que todos y cada uno de los que formaban el trío, se encontraba totalmente desnuda. Al contemplarla confirmé la sospecha que me asaltó el día que tanta extrañeza me produjo la súbita obesidad de su ‘palmito’: ¡estaba embarazada!
“¡Maldita zorra!”  -Exclamé al tiempo que me abalanzaba sobre ella asestándole en el cuello un certero golpe mortal.
Uno de los individuos del trío informó  de la tragedia desde su móvil a la policía. Llegaron al momento seguidos de una ambulancia. Echaron la puerta abajo y se emplearon con saña en detenerme y esposarme.
Al hospital la interfecta llegó cadáver, pero le practicaron una cesárea de urgencia y consiguieron extraer un feto de seis meses vivo. Era un niño, según me comunicaron al cabo.
Poco después de ser detenido me extrajeron sangre sin explicarme la razón, razón que después entendí cuando fui informado -ante la mayor estupefacción que había experimentado jamás- que el A.D.N. del recién nacido confirmaba que yo era su padre.
“¡No puede ser; la vasectomía…” El gay… Por lo que me certificaron más tarde, puede darse el difícil caso de que falle por alguna causa desconocida los efectos deseados de esa intervención… 

I  I  I     P   A   R   T   E
  
Mi ingreso y primeras vivencias en la cárcel fueron horribles, denigrantes, insoportables: al ingresar y pasar por el ancho pasillo de  la entrada  me aguardaba una doble hilera de policías o funcionarios que me recibieron profiriendo improperios e insultos y hasta escupiéndome y arreándome  golpes con porras, patadas y bofetadas hasta hacerme caer desvanecido; arrastrando me trasladaron a una fría celda donde me arrojaron a un rincón como  un fardo sangrando y lleno todo mi cuerpo de  moratones que tardaron semanas en curar, pues apenas recibí asistencia médica. En cuanto estuve restablecido me bajaron a los sombríos sótanos de la prisión, me desnudaron, me pusieron un mono azul y, de nuevo me vejaron, azotándome largamente con una especie de toalla retorcida, enorme y empapada en agua, mientras me increpaban de nuevo y me gritaban: -¡¡Cobarde asesino de mujeres!! ¡¡Rata asquerosa, rata asquerosa!!
Dado mi carácter pusilánime no hubo reacción por mi parte ni la primera vez a la entrada, ni a esta segunda en los sótanos. Sólo que acurruqué aterrado adoptando  una posición  fetal sin atreverme ni a quejarme siquiera. Me dejaron allí mismo semiinconsciente, con las manos esposadas y grilletes por encima de los tobillos.
Transcurrido un período de tiempo indeterminado –podría tratarse de un mes, más-menos-, parece que se fueron olvidando de emprenderla conmigo, y se me permitió hacer la vida que llevan los reclusos de mi grado en el recinto penitenciario. Mas un día en que solitario paseaba por el patio, mientras caminaba  se me acercó un recluso de fuerte complexión, y la emprendió dándome codazos en el costado izquierdo; espoleado por los descritos castigos anteriores, los remordimientos de la muerte interfecta de mi difunta esposa, mi hijo ‘espurio’…, se apoderó de mí  una rabia incontenible que me impidió prever las postreras consecuencias de que sería objeto tras estampar instintivamente un puñetazo en el rostro de aquel preso pendenciero. -Yo mismo me sorprendí de la violenta reacción que produjo aquella incidencia; y es que, me estaba endureciendo la dura reclusión penitenciaria-. Acto seguido se me echaron un montón de reclusos encima y se emplearon a golpes conmigo; en esta ocasión me salvaron de una buena los vigilantes que dispersaron a los atacantes; pero a mí me llevaron a una celda de castigo durante quince días, como si yo hubiera sido el culpable del incidente provocado.
Ahí no quedó la cosa, pues cuando tuvieron la ocasión de acorralarme entre varios individuos de los involucrados en la trifulca del patio mientras me duchaba, sufrí el mayor y más vil ultraje  de mi vida, aparte de la enorme paliza que me infligieron: ME SUJETARON Y AMORDAZARON ENTRE VARIOS MIENTRAS OTROS ME  VIOLABAN POR TURNOS.
Los demás reclusos –excepto unos pocos mórbidos curiosos que se ocultaron entre las pilas de los lavaderos- desaparecieron rápidamente de los servicios de duchas, dejándome  indefenso y  sólo a merced de los abyectos violadores.
Esa criminal tropelía ha sido para mí peor que la muerte. Vamos, hubiera preferido morir cien veces antes que recibir esa terrible violación sobre mi persona. Anduve un tiempo tirado en la celda sin ganas de nada; no comía ni leía, ni ganas  de salir tenía; sólo lo hacía cuando me obligaban los menesteres de las ordenanzas carcelarias; me sentía sucio, asqueado, degradado… ¡No!, no encuentro palabras para describir tan inicua violación. Hubiera matado a los autores con mis propias manos si hubiese podido. Pero yo estaba solo, sin amigos ni nadie que ni siquiera se compadeciera de mi denigrante situación. Incluso las autoridades consideraron la terrible actuación como una fechoría común en el recinto, y no cursaron ni hicieron caso a mis denuncias. Además, nadie se ofrecía para atestiguar.

Pasaban los días y las semanas y apenas podía continuar con mi vida; me movía como un zombi; padecía una apatía y un aturdimiento patológico; creí muy seriamente que podía enloquecer y derrumbarme, porque la crispación por la que estaba pasando era superlativa. Aquello me marcó de por vida. Mas, cuando ya estaba al borde de la desesperación, una voz comenzó a gritar de modo recurrente en mis entrañas: “¡Marco A., hay que seguir. La vida continua. No debes rendirte. No debes rendirte. No tires la toalla, que eres joven todavía! ¡Marco, marco…!”

Esa voz esotérica me dio fuerzas y capacidad de reacción; fui recobrando paulatinamente la calma y la capacidad de reflexión, lo que me hizo pensar que debía existir alguna forma de hacerse oír en aquella condenada prisión para que se hiciera justicia sobre los negros avatares infrahumanos  que yo estaba padeciendo en una Centro Penitenciario   del Siglo XXI; pues, aunque   conste inscrito en mi Expediente Penitenciario de las oficinas del Centro de Reclusión como un   uxoricida convicto y confeso, condenado por cometer asesinato en primer grado, algún artículo de la Ley del Régimen Penitenciario, debe tratar sobre el amparo de los internos que sufran la situación de injusticia y atrocidades de las que yo soy objeto. ¡Que no somos animales salvajes! ¡Que seguimos siendo personas. Condenados, pero seres humanos aún, y pagando las penas establecidas por la Ley, mientras no nos envíen al reino de Tánatos!
Conseguí hacer una llamada a mi antiguo compañero Fernando quien, a su vez, se puso en contacto con un prestigioso letrado conocido suyo, y le expuso mi caso. Inmediatamente se personaron ambos en la prisión y solicitaron  a la Dirección la obtención de un permiso  para visitarme a la mayor brevedad. Se lo denegaron, aduciendo que, sólo los domingos podían recibir visitas de 20 minutos de duración, los familiares de los reos o personal acreditado,  en el caso de  los internos que se encontraran en mi condición de sentenciado por uxoricidio.
El abogado no se amilanó y se dirigió al domicilio de las oficinas de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, desde donde lo derivaron a la Secretaría General; una vez allí le hicieron pasar al despacho del Secretario, quien lo recibió con adusta amabilidad, explicándole a continuación el abogado detalladamente el  asunto del interno Marco Antonio, es decir, el mío. El secretario, parco en palabras, levantándose del asiento tomó un grueso libro de las nutridas estanterías de la biblioteca, titulado, LEY ORGÁNICA GENERAL PENITENCIARIA. Tras ojearlo, detuvo su vista en unos párrafos que leyó detenidamente; hizo algunas anotaciones en un cuaderno de páginas lisas; acto seguido se llevó al oído el teléfono y, tras conversar brevemente con alguien del funcionariado, colgó y, dirigiéndose a mi letrado, le comunicó que acudiera a las oficinas del Juzgado en donde ejercían el Juez y el Fiscal de Vigilancia Penitenciaria, entregándole la dirección de dicha sede, lugar al que se dirigió presuroso y consultando el reloj que marcaba las 12,30 AM. Llegó a tiempo de poder ser atendido por sus Señorías, quienes, avisados por la expresada Secretaría, se habían reunido los dos para recibirlo sin pérdida de tiempo. Saludó respetuosamente el abogado al Juez y al Fiscal de Vigilancia, exponiéndole, de nuevo,  todos los pormenores de mi caso, de cuya notificación tomaron buena nota, prometiéndole que, -en cuanto nos resulte posible formalizaremos una visita especial y exclusiva al Establecimiento Penitenciario en cuestión, para investigar in situ el caso de su patrocinado.

Para ambos letrados de la mencionada Secretaría, el Director de mi Centro Penitenciario era un viejo conocido por los deleznables métodos  utilizados para con los reclusos de la prisión que dirigía, toda vez que habían recibido anteriormente denuncias de casos similares que, el antes citado Director, se hubo ocupado de evitar que  prosperasen, valiéndose de extorsiones y métodos hartamente expeditivos con los denunciantes. Motivo por el cual tenían ganas de expedientarlo, para lo que necesitaban un caso flagrante, como el que le hubo servido en bandeja mi abogado.

A primera hora de la semana siguiente le comunicaron al abogado que se reuniera con ellos, con el Fiscal y el Juez a las 12 horas en la prisión en la que estoy recluido. Una vez en el recinto los tres letrados, cuya visita había sido comunicada previamente, se reunieron en la oficina con el Director y conmigo; pasé al interior de la oficina aseado, peinado, vistiendo un flamante mono azul que me hubieron facilitado para la ocasión, esposado y flanqueado por dos guardianes que me sujetaban fuertemente por los brazos.

-Director: mande liberar las manos del interno y facilítele asiento. –Ordenó el Juez con gravedad.
Cuando fui interpelado por mi abogado a instancias de sus Señorías, expuse todas las humillaciones por las que me habían hecho pasar en el Establecimiento Penitenciario, a lo largo de los cuatro años de mi infausto internamiento. El Director lo negaba todo aduciendo que quien no se sometía a la disciplina penitenciaria era yo y…

Recordé el nombre de algunos testigos que presenciaron la violación, con la esperanza de que se decidieran declarar. Hicieron que acudieran. El Juez y el Fiscal instaron a salir del despacho al mefistofélico Director, con el fin de hablar  con los testigos sin su presencia. Ambos, Juez y Fiscal, le dieron las máximas garantías a los citados testigos, prometiéndoles que nada le ocurriría si colaboraban, y que, además, flexibilizarían su régimen de permisos de fines de semana, los cuales tenían restringidos por motivos propiciados  por el Director. Sin miedo, declararon el caso de mi violación e inmerecidos castigos draconianos, y muchas más tropelías cometidas con otros reclusos…
Creo que se llevó a cabo un juicio contra el Director y lo apartaron  del puesto. En el patio, como niños,  celebramos el avatar con gran alborozo todos los internos.
Los cinco sujetos que me violaron, los trasladaron a otra Prisión y le cayeron seis años y medio más de condena a cada uno de ellos.

El nuevo Director y el Consejo de Dirección,  nos  permitió bastantes beneficios penitenciarios; personalmente, conseguí entre ellos, el acceso a la Sala Informática, en cuyos ordenadores redacté la presente historia que, salió del recinto en un ‘pen’ introducido a escondidas por mi antiguo compañero de trabajo, Fernando, mi salvador, al que nunca podré pagarle el haberme devuelto la vida; porque, de no ser por él, hoy, probablemente, hubiera sido un cadáver, pues en más de una ocasión  me persiguió la idea de ahorcarme con las sábanas de mi lecho.

Aunque de mi pensamiento no se me caía la imagen de mi mujer muerta, la vida en la cárcel desde que retiraron al antiguo director, fue más llevadera para mí. Y lo más importante es que no sufría ya vejaciones como anteriormente. Esas circunstancias me permitieron soportar mejor e irme adaptando a la cotidiana monotonía carcelaria, aunque siempre, claro está, se añora fuertemente la perdida  libertad.
De mi hijo no supe nunca más, nada; pues un Centro de la Comunidad de Madrid se hizo cargo de él, hasta que, años después, fue dado en adopción, ignorando en la actualidad su paradero.

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