EMANCIPACIÓN DE MIS HIJOS

Una voz querida y entrañable se oye en la planta baja de casa, mientras yo, en la primera, donde he instalado una pequeña oficina en la que fue habitación de uno de mis hijos, la de mi querido ‘Emilín’, respondo al tiempo que me levanto del asiento giratorio desde el que manejo mi ordenador, y me dirijo a recibir la bienllegada Carmencita, la cuarta de mis hijas, que es la que, en alta voz, ha saludado, sabiéndome junto al ordenador:
-¡Hola, quién anda aquí!  -Sube, ‘Melu’, (cariñoso hipocorístico con el que la llamamos) le respondo asomado al desembarco de la escalera. A saltos salvó los quince peldaños que nos  separaban. Nos saludamos con sendos besos; le pregunto por su marido y su hija, mi preciosa nieta Carolina. Me responde, observando unas imágenes que adornan la pared de mi pequeño despacho elaboradas por ella en el pasado Curso Escolar, que se encuentran bien, trabajando uno, la otra en la escuela. Tras un breve diálogo inicial, comienza a escudriñar de forma rutinaria las habitaciones sin dejar de hablar en forma de monólogo insustancial desde las mismas, elevando el tono dependiendo del lugar en que se encontraba. La oía en el servicio; en el tálamo; en el trastero de aluminio y en el antiguo dormitorio de dos de sus hermanas: Eloísa y Juani…
Me sorprendió bastante el mutismo en que se sumergió durante unos minutos, sobre todo,  por su característica locuacidad, rasgo que la diferencia de sus otras hermanas, las cuales poseen una forma de ser más introvertida y silente.
“¡MELU!” Le digo casi con voz en grito. Apenas un susurro obtengo por respuesta. “¡¡Melu!!, ¡¡Melu!!”, repito  sobresaltado al tiempo de levantarme al objeto de dirigirme a la habitación en que se hallaba por ver si le pasaba algo. Estaba en la suya, en su antigua habitación llorando, llorando de melancolía, de añoranzas, de nostalgia mientras miraba la vieja litografía de un payaso con un tocado sucinto y una flor en la mano izquierda a quien le rodaba una perlada lágrima mejilla abajo, imagen que la había acompañado durante toda su puericia, adolescencia,  toda su feliz infancia y gran parte de su juventud, hasta que se casó. Además, las camas, la mesita de noche y demás mobiliario, se encuentra tal y como estaban cuando ella los usaba.

 Fue como si toda la habitación la invitara al imposible efecto retroactivo de volver. Pero volver con toda su marchita adolescencia, con sus sueños, con sus vanos deseos de conocer otros nuevos estadios de la vida, de la dura vida fuera del nido del hogar, considerándolos mejores; (“Juventud, divino tesoro”…) con sus vestiditos confeccionados por la paciente e incansable mano materna, con su difícil e ‘inacabable’ pubertad…, con sus padres, cuya partida constituyó un desgarro insuperable.
De apósitos, de tiritas para aliviar el desgarro nos sirven las hornacinas repletas de viejos cuentos y muñecos de su propiedad, el descrito payaso plañidero, sus camitas siempre recién hechas como si estuvieran esperando para recibirlos en cualquier momento, los pequeños armarios provenzales y, sobre todo, la impregnación de sus maravillosas vivencias existente en suelos, paredes y techos, de cuando eran moradores  todos ellos de nuestro humilde, pero limpio y pulcro hogar.  Observando dichos objetos vemos secuencias de aquella lejana niñez de los adorados hijos, y el fuerte  y adhesivo vínculo que los unía indisoluble y dulcemente a nuestros paternos corazones.  Auténtico amor paternofilial. Amor que la Naturaleza, por razones imperativas, va borrando paulatinamente; no sólo por el ineludible deber que exige el tener que compartirlo con sus nuevas familias, que, al fin y al cabo es Ley de Vida, sino porque, a medida que nos va sitiando  la  senectud, cuesta más acercarse  a quienes la padecemos; pues la distancia a salvar hay que recorrerla por un  sendero angosto, abrupto, penumbroso y plagado de baches y desniveles que van convirtiendo en reticentes andariegos, a quienes lo recorrían antaño, cuando era una senda amplia y florida y llena de algodones, para que  la ávida andancia de sus pequeños piececitos, anduviese sobre caminos de rosas.

Siempre he tratado de guardar como recuerdo los enseres, juguetes, cuadros, fotografías y todo lo que concierne a la estancia de mis hijos en el hogar que los vio crecer; a ser posible, en el mismo sitio que ellos eligieron para  colocarlos; o en el último en que se encontraban cuando llegó el, para mí, tan doloroso momento de su emancipación.
El cuadro del payaso ha permanecido años en el mismo lugar, pese a los caprichosos deseos en que a veces se obstinan las amas de hogar por cambiar muebles y enseres, para gozar de una nueva decoración en sus viviendas, adornando las paredes con otros decorados y cambiando muebles que, a veces, nada tienen que ver con la belleza que constituían la expresión de los que lo precedieron.
También yo me emocioné contagiado por el estado de aflicción sentimental en que se encontraba mi hija, y ambos nos confortamos con un tierno abrazo, que unió la tristeza con la  hilaridad, y, sonreíamos lagrimeando los dos.
A continuación recordábamos, de tiempos pretéritos, alguna anécdota, como la que narramos de una ocasión en que ella  amenazó con ingerir gran cantidad de fármacos si yo no accedía a sus deseos de acudir a la discoteca local, cuando aún era menor de edad. Ante el adolescente asombro de mi niña, y usando todos los mecanismos de conocimiento y psicología que de ella tenía, (porque la conocía mejor que ella misma, y me encontraba con la plena seguridad de que, ni de los pequeños goteros se llevaría una sola gota a su boca vociferante) le puse ante sus narices el botiquín repleto de pastillas, potingues  fármacos de todo tipo, pero, para curarme en salud, todos con la propiedad del efecto placebo, es decir, inocuos, conminándola a tomárselos todos. Cerré de un portazo la puerta del dormitorio del payaso,  el suyo, y bajé con firmes y ruidosas zancadas las escaleras, para que me oyese y para darle a entender que no me asustaban esas cuchipandas producto de sus recurrentes y  pueriles rabietas.
Acto seguido, sin que se diera cuenta, subí muy, muy despacio y descalzo para no hacer ruido, los quince escalones, hasta el desembarco, a cuyo margen derecho se encuentra la puerta de la habitación de la discordia. Casi tendido, aprovechando que la rendija de dicha puerta es mayor que la de los laterales del bastidor, acerqué el oído y, sorpresa, el gimoteo iba desapareciendo; e, intuía por el sonsonete que se escapaba por las rendijas,  que jugaba a un juego llamado “Quién es quién”.
Le acababa de ganar una batalla que, de haber sido al revés, le hubiese supuesto una segura derrota para las  posteriores guerras que surgen a lo largo de nuestra vida.
De todas formas, continué un rato intentando oír cuanto acontecía en el cuarto y, al cabo, todo estaba normalizado, y ella a punto de salir con sus precoces reivindicaciones totalmente olvidadas.
Bajé raudo, aunque silente la escalera, y aguardé con desenfado a que bajara; cosa que no tardó mucho; y, cuando lo hizo, quedó zanjado el asunto y no se volvió a hablar del tema en cuestión. El afecto y el cariño continuó siendo tan recíproco como siempre; es decir, no por eso llegó a odiarme.
Con todos los demás adopté medidas parecidas que, aunque no parezcan convencionales, no tienen nada de draconianas. Los padres son los principales educadores de sus hijos; deben comprometerse al máximo en sus principios, en su educación y galvanizarlos para el difícil futuro que les espera. En materia de paidología, no todo lo pueden ni lo deben hacer los docentes. Ellos tienen sus limitaciones en las labores de  este balbuciente jardín; ellos están aptos para cuidarlo, acicalarlo, etc.; mas como no son dueños, si hace falta un rodrigón por si un arbusto se inclina, por la influencia de malos vientos, o por meteoros o conceptos que puedan variar su trayectoria natural hasta torcerlos, debe proporcionárselo el dueño  (el padre en el caso que nos ocupa).

Resulta que, en buena medida, está ocurriendo el fenómeno contrario: numerosos padres hacen causa común del vandalismo de los hijos, apoyándoles, incluso, cuando han llegado a zaherir  a sus profesores; permanecen indiferentes ante  el creciente consumo de estupefacientes; la ingesta desmesurada de litronas en plena puericia; ignoran el abandono de los estudios sin la más leve preocupación…
Cierto es que los patrones de conducta son susceptibles al cambio con el paso del tiempo; pero, es muy distinto a que el tiempo aplaste a los patrones de conducta. Me explico: No porque ‘todos’ los jóvenes salgan un fin de semana, por ejemplo, de casa, el viernes a las seis de la tarde y vuelvan a las doce del mediodía del siguiente lunes, debemos tomarlo como referente, y consolarnos sentenciando: “es lo que hace toda esta generación”.Chicas pilladas haciendo aguas menores
fotos sexuales

He presenciado con aflicción chicas al amanecer y después, haciendo el amor y sus necesidades en plena calle, sin pudor alguno ante los ojos anonadados de los viandantes que se  las tropiezan, y, ¡ojo! que, como oses hacer algún comentario al respecto, te monta un pollo de muy padre y señor mío…
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En fin, nada importa aportar tu granito de arena, cuando los mares procelosos engullen hasta las más altas dunas.
                                                                        E.V.S.

4 comentarios:

Flamenco Rojo dijo...

Querido Emilio, la mayoría de los hijos, como decía mi difunto y amado padre, son "lo que ven en casa"...Hay excepciones, claro, que por mucho que quieras enderezarlo, crecen torcidos. ¿Qué hacer entonces? La pregunta del millón...

Un abrazo, hoy extendido para tu hija Carmen y como no para el Moro.

ARO dijo...

Me ha gustado mucho el relato que cuenta la emoción de tu Carmencita recordando sus tiempos en el hogar donde nació y se crió. Ellos nos echan de menos y cuanto más tiempo pasa, cuanto mayores son, más. Y viveversa.

De Lorenzo Román. dijo...

¿ Quién no echa de menos el hogar donde se crió...? Ahora que los años han pasado y nuestros hijos se emanciparon vemos con ojos nostálgicos aquellos rincones que fueron cálidos en invierno y frescos en verano; aquellos rincones que nos vieron crecer y crecer bajo la mirada tierna y protectora, severa y recta, según las circunstancias, de nuestros padres... Pero a veces me pregunto ¿ Si nos hubiera tocado ser jóvenes en este tiempo, cómo actuaríamos...? Abrazos.

Anónimo dijo...

Agradezco, amigo Pepe, que hayas impulsado a través del vasto mar, desde tierras australes, tu grato comentario.
Lo tendré en cuenta en el Juicio Final.

Gracias.
Abrazo.
E.V.S.