Me sugiere Antonio en su amable comentario, ad hoc, que le ponga texto a la historia del regreso (la bajada) correspondiente a la anterior subida suscrita en mi blog, al Cancho Caballo; conociendo él, supongo, el motivo por el cual no ha sido descrita la misma hasta ahora; pues le pedí el envío de unas fotos que realizó con su extraordinaria cámara para, con la ilustración de las mismas, dar mayor crédito al desventurado evento acontecido en mi persona, acaecido durante dicha bajada; pues, las improntas revelan detalles de desaliños y desgarros en mi indumentaria que ayudan a dar una idea, una composición de lugar y mayor verosimilitud de lo que me ocurrió en el incidente en solfa.
Sí que me envió algunas fotografías concernientes al ascenso y la visita al Cancho, pero no así las del momento en que aparecí ante ellos tras el referido incidente, con la cara demacrada y totalmente exhausto por el enorme esfuerzo y la fatiga que padeció mi maltrecho organismo durante la ardua batalla que libré con la malvada maleza en la que me encontré atrapado cuando me desvié tomando un camino equivocado.
Mas, en fin, nos conformaremos con las improntas que adjunto, que, sólo dan un remoto reflejo de mi odisea.
Como digo anteriormente, las veredas brillan por su ausencia, y volvimos a campo traviesa. Paco y Antonio tomaron la dirección acertada, y, aunque con las mismas dificultades anteriores, no tuvieron grandes problemas para reencontrar las veredas de cabras que antes nos condujeron a las cercanías del Cancho, las mismas que les indicaban el camino a tomar para llevarlos al lugar de partida, donde estaba el coche aparcado.
Yo, empero, me pasé tres pueblos con la pretensión de ser más listo que mis compañeros, y tomé el que consideré el camino más recto, al objeto de acortar distancias, aun observando que me arrojaba por la zona más intrincada del Albarracín, y llegar antes a la ‘meta’.
Mas, ay de mi, que no tardé en encontrarme atrapado por un ejército de punzante follaje compuesto por zarzales, ramificaciones enconosas de majuelos, milhojas de agudas púas, ramaje seco y, que sé yo, cuánta condenada maleza desconocida, que se me convirtió en maligno seto inexpugnable, en el cual me arañaba y sangraba como El Crucificado. Estoy convencido que por allí no pululan ni las zorras; que digo las zorras, ni el sol es capaz de atravesar esa espesura umbría.
A medida que intentaba avanzar, más prisionero me encontraba, y mayores dificultades aparecían ante mi desdichado cuerpo. Llegó un momento en que no podía ni avanzar ni retroceder. El cayado en el que hasta entonces me apoyaba, hube de abandonarlo ante la imposibilidad de continuar arrastrándolo; la gorra que me servía de tocado, también la perdí, ésta enganchada en las uñas vegetales de la espesura que fustigaba mi cuello y mi cabeza.
Por un momento sentí una desesperación y una angustia desconocida que me electrizó todo mi ser y me obligó a acurrucarme y quedarme paralizado, asustado y ante la imposibilidad de seguir, pensando cosas surrealistas, extrañas; como si estuviera delirando… Pensé que nunca saldría de allí.
Al cabo sentí lejanas voces de mis compañeros a las que ni podía responder como consecuencia del estado en que me encontraba; advertí que ellos habían llegado ya donde estaba estacionado el vehículo, y se impacientaban ante mi tardanza.
Para más inri, hasta había extraviado el teléfono móvil, incidencia que agravaba más aún mi localización, porque yo estaba convencido de que tendrían que rescatarme, y en medio de aquel infierno en que me encontraba atrapado no había forma de localizarme mediante los medios convencionales.
Saqué fuerzas de flaqueza y, chirriando los dientes y apretando los puños, me dije que aquel avatar no debía poder conmigo. Entonces me empleé con súbito furor a destrozar con mis manos y mis zapatos, sin importarme las heridas, cuanto vegetal se me pusiera por delante cortándome el camino. Así lo hice. Mi cuerpo se tradujo, como por encanto, en un tocho de acero, y aquella actitud me hizo avanzar, aunque despacio, pero sin retroceso. Y seguía; y seguía… Hasta perdí los cordones de los zapatos; los botones… pero ya llegado a ese punto, ni le importan a uno los zapatos ni la ropa, ni el pelo ni el cuerpo en general; ya es otra fuerza desconocida la que te impulsa a sobrevivir, y te conviertes en un trozo irracional de persona que no actúa como tal, sino como una fiera acorralada que, o consigue su propósito, o muere en el empeño, despreciando por completo el triste desenlace de la parca.
De nuevo oí voces; en esta ocasión más sonoras y repetitivas: “¡Emiliooooo!” “¡Emiliooo!” Eran Antonio y Paco, ya preocupados por la tardanza. Pero esta vez sí pude responderles, y me oyeron, lo que los tranquilizó bastante.
Ya divisaba una luz que parecía ser una salida, lo que me hizo renovar el entusiasmo y proseguí con más celeridad rompiendo la flora de mi cautiverio con mayor brío.
Efectivamente, se trataba de una angosta salida que pude cruzar reptando a duras penas. Al lograrlo, caí exhausto y, en decúbito supino, permanecí unos minutos reparadores antes de reunirme con los amigos.
Como no conocían el alcance del percance del que fui objeto, les faltó poco para carcajearse al hacerme presente ante ellos como un auténtico mendigo harapiento.
Durante el regreso, ya en el coche, se lo describí con todos los pormenores, y no podían dar crédito a lo que oían.
4 comentarios:
Te falta la foto del zapato roto.
Yo también he vivido esa experiencia asfixiante en otra ocasión, y a uno le parece que no va a salir nunca de ese atolladero.
Flamenco Rojo ha dejado un nuevo comentario en su entrada "REGRESO DEL PANDEMONIUM":
Joder Emilio, después de leerte no sé si reirme como tus amigos Paco y Antonio o...Pues sí que lo debiste pasar mal en el camino de vuelta de ese paraiso perdido. De todas formas bien está lo que bien acaba.
Un abrazo.
Flamenco Rojo ha dejado un nuevo comentario en su entrada "REGRESO DEL PANDEMONIUM":
Joder Emilio, después de leerte no sé si reirme como tus amigos Paco y Antonio o...Pues sí que lo debiste pasar mal en el camino de vuelta de ese paraiso perdido. De todas formas bien está lo que bien acaba.
Un abrazo.
Aún me estoy riendo Emilio; cada vez que te pienso en esas condiciones me da la risa... Nunca había disfrutado tanto con una entrada tuya... Comprate un GPS...!!!!
un abrazo.
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