CANCHO CABALLO, 2011


Unos cuantos amigos hemos convertido en una bella tradición visitar una vez cada año la alta atalaya del Cancho del Caballo y escalar sus riscos y calcáreas paredes hasta alcanzar el balcón que constituye su cúspide; lo solemos hacer los primeros días de cada Año Nuevo.
Éste se ubica próximo a la cumbre de nuestro adorado Monte Albarracín. El peor inconveniente que plantea dicha subida, es la desaparición, por el avance de la vegetación, de las antiguas veredas y caminos, antaño tan hollados por carboneros, cabreros, pastores y braceros que cultivaban, inextricablemente, lo que en esta comarca se llamaban tajones, que no eran más que inclinadas y erosionadas parcelas cubiertas de guijarros y raíces, que fueron repartidas entre los obreros más necesitados del municipio durante la primera década y buena parte de la segunda del pasado siglo XX, las cuales adaptaban manualmente, claro, para cosecharlas a golpe de azada y tajos de hoces y machetes.


Para ascender a la expresada atalaya, la mitad del camino -unos 4 kilómetros entre asfaltada carretera y sinuoso carril de albero- lo recorremos en coche: desde El Bosque hasta apearnos en La Mesa de la Encina, desde donde emprendemos el camino a pie.
Una vez iniciado el acenso, lo hacemos siguiendo una encrucijada de sendillas de cabras que se van desdibujando a medida que avanzábamos, hasta desaparecer conforme se va espesando la maleza; mas continuamos subiendo sin excesivas dificultades sorteando matagallos abulagas y cuantiosa foresta mediterránea. La inmensa mole de piedra que configura el Cancho se aproxima, ahora, sobre un caos de ripios rodados y pedruscos que emergen más y más a medida que nos aproximamos al macizo. La altitud inquietante da la impresión que es el Cancho el que se desplaza hacia nosotros. Con la proximidad, la imagen ecuestre que ofrece desde lejos, se va distorsionando y se transforma en asimétricas formas divididas en enormes riscos inexpugnables, que ofrecen una estampa desgarbada y amorfa, a modo de trincheras defensivas, como protegiéndose de intrusos como nosotros. En el envés se aprecia erguido y desafiante, resistiéndose a ser ‘conquistado’, nuestro elevado objetivo: El Cancho del Caballo.
A pesar de lo bravo y rocoso del promontorio, crecen osados arbustos entre las grietas de sus crestas calizas de forma inexplicable, pues ¿como pueden sobrevivir los vegetales en condiciones tan hostiles, sin agua ni tierra que sacie y alimente sus raíces?



Una vez en la base de la inmensa mole tomamos un respiro, cuyo espacio de tiempo aprovecha Antonio para disparar docenas de instantáneas con su flamante cámara digital, mientras Paco y yo nos deleitamos contemplando los bellos paisajes que comienzan a aparecer por encima de las cuantiosas copas de los pinos que crecen en la falda del monte. Ya se divisa buena parte de El Bosque; términos de Prado del Rey; la carretera de Arcos serpenteando en la llanura… Arriba, un cielo intensamente azul, sobre una límpida atmósfera, aseada por las precipitaciones de los días precedentes; y un airecillo del nordeste que nos acompaña y se crece en la altitud. A nuestro alrededor se agitan levemente las encinas proclamando su condición alpina, mientras los quejigos van quedando atrás en zonas más templadas en compañía de algarrobos, cornicabras y demás vegetación montaraz.

Los doscientos metros que nos separan del inicio de la escalada los recorrimos algo más despacio, sobre todo yo, por lo irregular del firme, y sin caminos. Antes de comenzar la citada escalada, asombrosas estampas de aplomados macizos, adornados por esos arbustos que, cual nidos de golondrinas, se empeñan en permanecer colgados en los vericuetos más inaccesibles, invitaban a accionar las cámaras fotográficas, y disparar a diestro y siniestro, para obtener improntas de antología.
Ya escalando, sentí un vértigo que no había experimentado los años anteriores; la superficie de las rocas es muy deslizante y especialmente peligrosas en esta época del año, merced al rocío que, en zonas puntuales, no recibe del cálido afecto solar en todo el día, motivo por el cual no se evapora la deslizante humedad en dichos lugares. Este podría ser un motivo de vértigo, pero, también los años cuentan, y ya no tengo 25.
Antonio trepaba detrás, pero hube de dejarle paso, pues no me atreví a ascender por la misma zona que éste, y varié ligeramente el rumbo, dando un pequeño rodeo hasta alcanzar la cumbre por otro derrotero, aunque hube de invertir más tiempo que mis dos compañeros. Bueno, Paco no tiene problema alguno para ejercer este deporte, pues a sus jóvenes y poderosas piernas, no hay risco que se le resista, y abordar la ‘Silla del caballo’, resultó todo un juego de niños para él; así que, en un espacio de tiempo record, se encaramó como un águila sobre la cumbre dominante.
A mi llegada, ya ambos, Antonio y Paco, tremolaban como pendones sobre los altos picos conquistados, mientras yo suspiraba por hallar un lugar que se adecuara a mi trasero para darle descanso a mis extenuados músculos, y oxigenar mis pulmones para aliviar mi sonoro jadeo y un poco mi disnea.

Ya más tranquilizado, tras recobrar el aliento y el divino consuelo que se produce en el organismo tras la imperiosa acción que supone la micción, afloraron los sentidos del deleite, generado por la belleza ignota de aquellas rocas intensamente erosionadas, y por los bellos paisajes que, desde allí, se columbran:
Nuestro pueblo de El Bosque ya se divisa en toda su dimensión, tan bonito y blanco como antaño, como siempre; por oriente flanqueado por el curso de su río truchero, guarnecido de chopales que jalonan sus orillas y viejos molinos adaptados como reclamos turísticos; desde su margen arranca la base de la Loma de En medio, salpicada de olivos centenarios que, en tiempos pretéritos, alimentaron las tolvas de la extinta almazara 'De la Fuente'; se diferencia la parte del casco antiguo del pueblo con las nuevas urbanizaciones ejecutadas durante los dorados tiempos de bonanza. Ambas tipologías me encantan, pues han sido ejecutados con primoroso esmero los proyectos, supervisados por los técnicos municipales, para conciliar lo antiguo con lo moderno, logrando una unitaria tipología.

Más allá, se divisa la amable llanura, donde comienza a apreciarse tiñéndose de verde, merced a la afloración de la sementera.
Se columbran los cristalinos reflejos de varios embalses: el de Arcos, el de Bornos, el de Los Hurones y el gran pantano de Guadalcacín.
Blancas expresiones de pueblos que, a medida que se alejan, se van diluyendo como viejo armiño. Y en lontananza, hasta a los artilugios eólicos de la provincia gaditana, los Astilleros de Cádiz y su Bahía, alcanza la vista, merced al meridiano día que disfrutamos.





En el norte pueden verse la ingente Sierra del pinar en su parte más elevada; Margarita y Labradillo contrastando suavemente entre sí, configurando una orografía dentro de un cuadro natural incomparable. Mas, por cada una de las veces que oteamos dichos lares, lo hacemos más de cinco a El Bosque. Es el centro de atención de nuestras miradas, porque es la cuna que nos vio nacer; y crecer, retozar y jugar, en sus angostas calles mudéjares y sus entrañable plazas. Una población que fue hasta nuestra nodriza, porque nos amamantaron sus profusas aguas cantarinas, que emanaban por doquier, exentas de productos de los que hoy se utilizan para eliminar cualquier intruso microscópico. Hasta culantrillos crecen en el interior de muchas de sus fuentes, lo cual denota la excelente calidad de nuestro líquido elemento, pues se trata de una planta tipo helecho, que sólo crece en aguas con abundantes propiedades minerales.
Regresamos encantados de pasar un maravilloso día en franca comunión con la Naturaleza.
El próximo año, si estamos aquí todos, compartiremos el mismo placer.

4 comentarios:

Flamenco Rojo dijo...

Después de haber leído el texto tengo la impresión de haber hecho la excursión con ustedes...Supongo que ARO nos dará cumplida información gráfica un día de estos en su blog.

Un abrazo.

ARO dijo...

Muy bien contada la excursión de subida. Te queda la de la bajada, que fue un tanto agobiante.

De Lorenzo Román. dijo...

Emilio hacía tiempo que no leía un relato narrado con tanto entusiasmo, corazón y una descripción tan bella que incluso pensé que era yo. no tú, quién estaba haciendo la caminata hacia el Cancho del Caballo...
¡ Te felicito... !
un abrazo.

José Román Corrales.

Anónimo dijo...

Elogios como los del amigo Pepe, Antonio y 'Flamaco rojo', son, lo digo con toda franqueza, lo único que me motiva a continuar escribiendo en mi modesto blog. Y es que, no sé si lo ocurrirá a otros, siempre pienso que mi textos se componen de sitagamas ilegibles y aburridos, por la escasa acogida que tiene el mismo.
Por tal motivo os quedo, de veras, muy agradecido.

G R A C I A S

E.V.S.