Imagen de la Patrona que atesora en su Cuartel la Guardia Civil de El Bosque
Llevaba varios años sin acudir a la fiesta que, tan amablemente me honra con su invitación, la Guardia Civil de mi pueblo de El Bosque, en el día de su Patrona, La Virgen del Pilar, cuya celebración se lleva a cabo en una espaciosa nave del polígono industrial Huerto Blanquillo.
Pues, en esta ocasión, me pregunta mi mujer por la mañana: “¿Qué comemos hoy?”. Inmediatamente recordé el opíparo ágape que suele ofrecer la Benemérita a sus invitados, e, inmediatamente, le respondí: -Nada, no prepares nada; vamos a comer hoy con los guardias”. –Eran las trece y veinticinco- Entonces le advertí que, o nos dábamos prisa, o en breve estarán todas las mesas ocupadas. Ella, muy reticente y reacia a creerme, respondió: -Sí, hombre. Como que tú te crees que la gente está desmayada. –Bueno, bueno. –Respondí socarronamente.
Total, que continuó empleada en otros menesteres, mientras yo insistía en el objetivo. –¡Qué pesado eres! ¡Venga, vámonos! –asintió de mala gana. –¡A ver quien hay allí todavía!
Llegamos a las catorce y diez minutos. A la que le parecía tan temprano, no podía creérselo: no quedaba un solo aparcamiento en todo el polígono. El murmullo originado por los asistentes, se oía como un clamor, incluso, con las ventanillas del coche cerradas. A duras penas, y echándole mucha cara al asunto, estacionamos obstruyendo una cancela de acceso a una cooperativa, pensando: “como hoy es el día de ésta gente”…
Al fin nos apeamos y nos acercamos a la entrada, compuesta por dos enormes huecos dotados de sendas puertas industriales metálicas, abatibles, que nos permitían vislumbrar el escenario de todo el maremágnum de mesas, sillas, mostradores, gentes y murmullos, que constituía el benemérito festín.
Las mesas estaban todas ocupadas; tan ocupadas, que ni para una sola silla quedaba un hueco. Pero, además, los amplios mostradores, estaban repletos de gente ávidas de alcohol y devorando queso, crustáceos, tortilla…, y cuantos entremeses servían los omnipresentes camareros. Parecía como si la gazuza se acrecentara con la crisis, convirtiendo partes del órgano estomacal en depósitos, tal las gibas en donde se cree almacenan el agua los camellos, para abastecer el nuestro de nutrientes para varios meses. Porque, de otra forma, no se entiende donde iba a parar tanta comida como deglutían los insaciables comensales; pues, a renglón seguido, nos sorprendieron con una suculenta y pantagruélica paella multicolor, de tanto marisco y rojas ñoras que le prestaban un colorido adorno a su rostro arrozado; de la cual no quedó más que la negra pátina que produce el fuego, impregnada sobre las paredes del enorme perol.
Hasta la celebrante Benemérita tuvo que emplearse a fondo en la tarea de servir barras y mesas, para calmar el voraz apetito y saciar la sed etílica de los numerosos invitados.
El Comandante de Puesto –jovencísimo-, con relucientes galones de sargento y un fajín de vivo color; en cada una de sus rondas, le dedicaba alguna carantoña a su flamante esposa, acomodada en una mesa con familiares y amigos, a quien se le iluminaba el rostro con una amplia y cariñosa sonrisa, correspondiendo a los halagos del galante esposo.
Entre los demás guardias, destacaba Víctor, por su apostura, su rubio pelamen y su atención y cordialidad para con todos los vecinos de El Bosque.
Veíanse conjuntos de caras extrañas, congregadas en una misma mesa, al parecer amigos foráneos y parientes de los números de la Benemérita del cuartel de El Bosque. La inmensa mayoría de dichas mesas, estaba ocupada por nativos. En la primera disfrutaba de los ricos caldos jerezanos y las delicias culinarias el señor alcalde y su adorable esposa, con otros amigos comensales de la Villa.
Poco a poco, la muchedumbre se fue ausentando, quedando huecos y sillas disponibles, ocasión que aprovechó mi mujer para buscar acomodo en una de las descritas sillas, a cuya mesa se sentaron varios familiares nuestros. De forma recurrente, mi esposa, me invitaba a acompañarla agitando con énfasis la mano derecha; pero yo prefería seguir junto al mostrador, observando cuanto acontecía, y declinaba su requerimiento amablemente, aunque, ella continuaba insistiendo. Además, conversaba agradablemente con un grupo de amiguetes, también amigos del ambigú. Entre ellos los había precelentes, con donosura y bebiendo con mesura, pero, alguno que otro, me hacía retroceder por mor de sus insipientes monólogos, su beodo aliento y la profusa difusión de efluvios de salibitas, que recuerdan los modernos nebulizadores que usan para conseguir frescos microclimas en algunos recintos feriales estivales.
Alrededor de las tres y media de la tarde, saciado nuestro apetito, nuestra sed y nuestra curiosidad, decidimos poner punto final al banquete, y nos pusimos de acuerdo –que me costó trabajo convencerla- mi esposa y yo para volver a casa.
Quedaban muchos menos invitados, pero, aun así y todo, cuando salíamos, se empezaron a oír arpegios musicales, que denotaban los grandes deseos que a muchos les quedaba de divertirse y bailar, largo rato todavía.
Pensé en voz alta: -¿Cómo aguantarán tanto? –¿Qué dices? –interpeló mi mujer. –Nada, no digo nada…
Pues, en esta ocasión, me pregunta mi mujer por la mañana: “¿Qué comemos hoy?”. Inmediatamente recordé el opíparo ágape que suele ofrecer la Benemérita a sus invitados, e, inmediatamente, le respondí: -Nada, no prepares nada; vamos a comer hoy con los guardias”. –Eran las trece y veinticinco- Entonces le advertí que, o nos dábamos prisa, o en breve estarán todas las mesas ocupadas. Ella, muy reticente y reacia a creerme, respondió: -Sí, hombre. Como que tú te crees que la gente está desmayada. –Bueno, bueno. –Respondí socarronamente.
Total, que continuó empleada en otros menesteres, mientras yo insistía en el objetivo. –¡Qué pesado eres! ¡Venga, vámonos! –asintió de mala gana. –¡A ver quien hay allí todavía!
Llegamos a las catorce y diez minutos. A la que le parecía tan temprano, no podía creérselo: no quedaba un solo aparcamiento en todo el polígono. El murmullo originado por los asistentes, se oía como un clamor, incluso, con las ventanillas del coche cerradas. A duras penas, y echándole mucha cara al asunto, estacionamos obstruyendo una cancela de acceso a una cooperativa, pensando: “como hoy es el día de ésta gente”…
Al fin nos apeamos y nos acercamos a la entrada, compuesta por dos enormes huecos dotados de sendas puertas industriales metálicas, abatibles, que nos permitían vislumbrar el escenario de todo el maremágnum de mesas, sillas, mostradores, gentes y murmullos, que constituía el benemérito festín.
Las mesas estaban todas ocupadas; tan ocupadas, que ni para una sola silla quedaba un hueco. Pero, además, los amplios mostradores, estaban repletos de gente ávidas de alcohol y devorando queso, crustáceos, tortilla…, y cuantos entremeses servían los omnipresentes camareros. Parecía como si la gazuza se acrecentara con la crisis, convirtiendo partes del órgano estomacal en depósitos, tal las gibas en donde se cree almacenan el agua los camellos, para abastecer el nuestro de nutrientes para varios meses. Porque, de otra forma, no se entiende donde iba a parar tanta comida como deglutían los insaciables comensales; pues, a renglón seguido, nos sorprendieron con una suculenta y pantagruélica paella multicolor, de tanto marisco y rojas ñoras que le prestaban un colorido adorno a su rostro arrozado; de la cual no quedó más que la negra pátina que produce el fuego, impregnada sobre las paredes del enorme perol.
Hasta la celebrante Benemérita tuvo que emplearse a fondo en la tarea de servir barras y mesas, para calmar el voraz apetito y saciar la sed etílica de los numerosos invitados.
El Comandante de Puesto –jovencísimo-, con relucientes galones de sargento y un fajín de vivo color; en cada una de sus rondas, le dedicaba alguna carantoña a su flamante esposa, acomodada en una mesa con familiares y amigos, a quien se le iluminaba el rostro con una amplia y cariñosa sonrisa, correspondiendo a los halagos del galante esposo.
Entre los demás guardias, destacaba Víctor, por su apostura, su rubio pelamen y su atención y cordialidad para con todos los vecinos de El Bosque.
Veíanse conjuntos de caras extrañas, congregadas en una misma mesa, al parecer amigos foráneos y parientes de los números de la Benemérita del cuartel de El Bosque. La inmensa mayoría de dichas mesas, estaba ocupada por nativos. En la primera disfrutaba de los ricos caldos jerezanos y las delicias culinarias el señor alcalde y su adorable esposa, con otros amigos comensales de la Villa.
Poco a poco, la muchedumbre se fue ausentando, quedando huecos y sillas disponibles, ocasión que aprovechó mi mujer para buscar acomodo en una de las descritas sillas, a cuya mesa se sentaron varios familiares nuestros. De forma recurrente, mi esposa, me invitaba a acompañarla agitando con énfasis la mano derecha; pero yo prefería seguir junto al mostrador, observando cuanto acontecía, y declinaba su requerimiento amablemente, aunque, ella continuaba insistiendo. Además, conversaba agradablemente con un grupo de amiguetes, también amigos del ambigú. Entre ellos los había precelentes, con donosura y bebiendo con mesura, pero, alguno que otro, me hacía retroceder por mor de sus insipientes monólogos, su beodo aliento y la profusa difusión de efluvios de salibitas, que recuerdan los modernos nebulizadores que usan para conseguir frescos microclimas en algunos recintos feriales estivales.
Alrededor de las tres y media de la tarde, saciado nuestro apetito, nuestra sed y nuestra curiosidad, decidimos poner punto final al banquete, y nos pusimos de acuerdo –que me costó trabajo convencerla- mi esposa y yo para volver a casa.
Quedaban muchos menos invitados, pero, aun así y todo, cuando salíamos, se empezaron a oír arpegios musicales, que denotaban los grandes deseos que a muchos les quedaba de divertirse y bailar, largo rato todavía.
Pensé en voz alta: -¿Cómo aguantarán tanto? –¿Qué dices? –interpeló mi mujer. –Nada, no digo nada…
1 comentario:
que recojan los cristales que hay rotos alrededor de donde se celebró dicho relato. Que vergüenza, que fueran los jóvenes que hacen botellona veras la que le daban. Ver para creer. Y al joven sargento que no se le suban los galones a la cabeza y que deje al personal tranquilo y no se pase tanto.He dicho.
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