EL MILAGRO DE MI ABUELO

R E L A T O

Juan era un hombre setentón, de mediana estatura, cuya espalda encorvada denotaba el inmenso cansancio y la dureza de un pasado laboral intenso y penoso que, junto a la depauperada calidad de vida pretérita que se intuía en los profundos surcos de su pálido semblante, justificaban la enfermedad que se fraguaba en sus entrañas, en sus huesos: una osteoporosis que avanzaba invadiendo lentamente, al ritmo de su sufrido y viejo organismo, toda su osamenta. Estaba sometido a un intenso tratamiento farmacológico que aliviaba temporalmente sus dolencias: Calcio, derivados de morfina, ansiolíticos, barbitúricos, somníferos… Pero, más eficiente resultaba la panacea de su abnegada voluntad para luchar contra la dolorosa patología. Nunca se oía de su boca queja alguna, se tragaba el dolor como un purgante para no causar molestias ni suscitar sentimientos de pena en su familia. Cada mañana debía armarse de valor y denuedo para levantarse y afrontar el día; una jornada que para los demás constituía una simple rutina, suponía para él todo un suplicio. En ocasiones hasta se desplomaba al caminar por la acción del desequilibrio y los mareos, pero tomando de bastón su ingente voluntad, se rebelaba, sacaba fuerzas de flaqueza y reanudaba su tarea y sus menesteres, entre los que se encontraba cuidar parcialmente de su envejecida esposa apoltronada en una mecedora vegetando desde antaño, tarea en la que colaboraban activamente sus hijas. Del poderoso vínculo que lo unía a su desdichada y amada mujer, conseguía otro pequeño préstamo de fuerzas para seguir cuidándola, menester que ejercía con un cariño infinito.

Un acontecimiento extraordinario vino a modificar ese tramo de su vida, dulcificándola y haciendo renacer la dicha que subyacía marchita en un rincón oscuro de su alma:¡Una nieta! ¡Su hijo le había dado una nieta!
Desgraciadamente, su pobre mujer no podría disfrutar de ese avatar maravilloso, pero allí estaba él para suplir el cariño que la Naturaleza no le había permitido experimentar a la abuela. Y se volcó en su nieta como jamás lo había hecho con ninguna otra persona en su vida.
Aquello supuso para él lo que un arbotante a los regios muros de una catedral: un puntal a su vejez.
El alborozo le permitió olvidarse de sus males y parecía haber recobrado parte de la salud perdida. Era una sensación inextricable. No lo manifestaba con grandes arrumacos ni carantoñas porque era un hombre rústico que expresaba su cariño con modos y formas más serenas y reverentes, acorde con sus tiempos y su clase; pero le sobraba educación, grandes sentimientos y generosidad, virtudes más que suficientes para transmitir a la nieta positivas y patriarcales vibraciones que la misma percibía y a las que no permanecía indiferente, pues, con apenas tres meses, ya le extendía sus bracitos para que la acogiera en su regazo el abuelo.
No vivía en la misma casa de su hijo, lo cual no suponía impedimento alguno para profesar su ejercicio de abuelo; así, apenas amanecía, ya estaba sentado a la puerta de la casa de su hijo aguardando a que abriesen la misma para tomar la niña entre sus brazos. La sacaba de paseo cada día; le compraba juguetes y golosinas que hacían las delicias de la pequeña. Así, se establecieron unos poderosos lazos entre nieta y abuelo, que se robustecían con el paso del tiempo.
La cría creció entre algodones merced al enorme cariño que todos le profesaban pero, sobre todo, el de su inseparable y querido abuelo, quien a pesar de todo, estaba dando muestras de un empeoramiento de su enfermedad, y las visitas al médico, eran cada vez más frecuentes. Con todo, seguía acudiendo casi todos los días a casa de su nieta, que ya tenía cuatro años, y la llevaba muchas mañanas al colegio en un cochecito gris de su propiedad, de esos que no precisan del permiso de conducir.
Otras veces la sostenía en su regazo mostrándole las gallinas que cuidaba en el corral, y le enseñaba los huevos, y los pollitos, y el perro de azabache que movía incesantemente el rabo cuando se acercaban a su caseta; la aupaba hasta las ramas de los arbustos para que cogiera flores con sus manitas y, por primera vez, las oliera; un sinfín más de amorosos juegos y alecciones que la niña acogía con inenarrable deleite y marcarían su feliz infancia para siempre con la dulce compañía de su abuelo.
Pasó algún tiempo y su maltrecho organismo seguía resistiendo, pero se resentía con más celeridad, y se hicieron más recurrentes sus visitas al reumatólogo.

La nieta había celebrado recientemente su décimo cumpleaños.
Así las cosas, un amanecer de un radiante día de abril, levantó a su esposa, la sentó, como cada día en la mecedora, la atendió lo mejor que supo y pudo, y aguardó impaciente la llegaba de alguna de sus hijas, para encomendarla a su cuidado y acudir al encuentro de su adorable nieta.
Ése día iba a resultar crucial por la determinación que Juan habría de tomar ante el cariz que estaba tomando la naturaleza de su salud. Tras llevar la niña al colegio y recogerla a la salida, pasearon por el campo. Todo estaba florido por la bendita acción de la primavera, el olor de la eclosión primaveral impregnaba dulcemente el mediodía; oíase por doquier una bella polifonía de aves cantoras, al tiempo que las golondrinas volaban empleándose en giros que emulaban al viento. Él le hablaba y le mostraba todos los matices, todos los colores, olores, sensaciones, y encantos en la manera que sabía describirlos. Su nieta lo escuchaba encantada y le lanzaba andanadas de preguntas infantiles con la inocente curiosidad que caracteriza a los más pequeños, ávidos de aprenderlo todo en cada momento, preguntas que el abuelo respondía a su modo con una paciente dedicación y complacencia. Un poco cansado el abuelo, invitó a su nieta, Adela, que así se llamaba, a disfrutar de un breve descanso bajo la caricia amable de la sombra de un fresno. Sentados ambos sobre la verde alfombra herbácea, continuaron conversando, en esta ocasión la conversación se tradujo en un monólogo protagonizado por Adelita, quien le hacía preguntas que a su abuelo Juan le resultaba difícil contestar. “Estos niños –pensaba- saben más que la Abuela de Dios”.
Total, que la decisión, estaba tomada. Había dedicado la vigilia de la pasada noche reflexionado sobre el asunto: Viajaría hasta Lourdes para pedirle a La Virgen que lo curara. Así se lo expuso a Adelita, a quien le preguntó si le gustaría acompañarlo. ¡Cómo no! La niña asintió encantada dando jubilosos saltitos y voceando.
-Le pediremos a papá y a mamá que nos acompañen; si acceden, haremos el viaje cuando te den las vacaciones de verano en el colegio. Iremos volando, -¿volando? -Inquirió Adelita. -Claro, en avión. Por allí arriba. –Dijo mientras señalaba un trimotor que, a la sazón, surcaba el espacio trazando una estela en el cielo azul.
No le costó convencer a su hijo y a su nuera. Él financiaría todos los gastos que se originaran, pues tenía unos ahorrillos en el banco, y no le importaba gastarse parte de los mismos en una misión tan imperiosa como el deseo de curarse.
Lo que más sentía era no poder llevar a su esposa, aunque quedaría bien atendida bajo el cuidado de sus hijas. Además, sólo se ausentarían unos días.
-Hola, querido lector, soy Adelita, la niña del cuento. Bueno, he crecido y ya no soy una niña: He cumplido ya quince años, y me considero lo suficiente mayor como para continuar el cuento que comenzó mi ‘papabé’, (así llamo a mi otro abuelo materno), pues nadie mejor que yo, desde que tengo consciencia, conoce las vivencias que juntos disfrutamos mi abuelo Juan y yo; por lo cual, me van a permitir que tome su pluma y lo sustituya:
Pues bien, tal y como se lo planteó mi abuelo, partimos desde el aeropuerto de Sevilla mis padres, el abuelo y yo, con rumbo a Lourdes. Es la primera vez que viajo en avión. En los momentos previos al despegue, la azafata hacía gestos raros con las manos levantándolas paralelas, en cruz, hacia arriba, al frente…, mientras emitía una cantinela de instrucciones y consejos, que acapararon mi adolescente atención. Terminó deseándonos un feliz viaje.


El despegue me produjo unas cosquillitas, pero, a poco me adapté y disfrutamos mucho del viaje. A los veinte minutos del despegue veíase la inmensa mole de Sierra Nevada, con una corona de nieve en su cúspide. Todos quedamos boquiabiertos; a las dos horas, aproximadamente, se divisaba un bello mosaico de colores pardos, verdes, ocres…, en las tierras de Valencia y Cataluña, más adelante una cordillera de montañas impresionante; me explicaron que eran Los Pirineos, al sobrevolarlos, me pareció percibir sensaciones de pequeños balanceos, como si de baches se tratara. Sensaciones que desaparecieron cuando columbramos las inmensas llanuras francesas. Se dispone la nave a aterrizar. Lo hacemos al atardecer en el aeropuerto de Tarbes. Otra vez reaparece la azafata, esta vez para enunciar el final del vuelo e invitarnos a apearnos del avión. Nos alojamos en el ‘Hotel De La Vallee de Lourdes’. Llegamos un poco cansados y decidimos no salir hasta el siguiente día. La habitación disponía de unos ventanales con hermosas vistas a los Pirineos, que todos contemplamos maravillados. Al día siguiente nos dispusimos a visitar temprano el complejo de Lourdes. Nos guiamos por un mapa que nos facilitaron en el hotel. Llegamos, al fin, a la inmensa explanada. No puedo describir con palabras la maravilla que aquello constituye: Tras un maremagnun de muchedumbre, en primer plano, se aprecia una bellísima basílica con esbeltas torres y penachos de aguja y una cúpula coronada por una increíble corona de resplandeciente oropel. Esculpidas en Macael, estatuas de La Virgen y de Cristo…. Mi abuelo se postró delante de la Virgen implorándole su curación. Nos comunicaron unos compatriotas, que las curaciones milagrosas se efectuaban en la piscina. Tras los requisitos previos, mi abuelo se zambulló en el Agua Sagrada, susurrando oraciones y solicitando a la Virgen con ferviente devoción que lo sanara. Al principio chapoteaba con dificultad en el templado elemento, mas al poco tiempo se notaba más ágil, y hasta consiguió hacer unas brazadas boca arriba. Al cabo, le ayudamos a salir y ha secarse. Parecía que caminaba con menos dificultad cuando regresamos al hotel. Almorzamos, y descansamos sobre los sofás viendo en la tele un programa español. Por la tarde, le preguntamos al abuelo si estaba dispuesto a dar un paseo por la ciudad, asintió con gusto. Nos asombró sobremanera que, tras el largo paseo, no se cansara ni advirtiera las usuales molestias en su osamenta. Aseguraba que se sentía mucho mejor. ¿Estaría obrando ya el milagro en su organismo?
Nos acostamos y caímos en un profundo sueño.
Al día siguiente volvimos al Santuario y a la piscina, donde chapoteaban docenas de minusválidos, henchidos de un fervor mariano como mi abuelo, que se zambulló y evolucionaba con más desenvoltura que el día anterior. Mientras, me llevaron mis padres a comprarme una virgencita de escayola pintada con los colores inmaculados de La Virgen, mi abuelo logró salir por sus propios medios de la piscina, lo que constituyó una grata sorpresa cuando volvimos.
-¿Cómo lo has hecho, abuelo? –Me respondió que sin esfuerzo, que apenas sentía el agudo dolor que había soportado anteriormente. Mi padre le estuvo palpando las articulaciones de las piernas y los brazos sin notarle hinchazón ni anomalías.
–-Camina, papá, que te observemos. –Comenzó a caminar, aligerando gradualmente el paso, hasta comenzar a correr, ante los ojos atónitos de nosotros, que no podíamos dar crédito.
-No me duele nada. –Repetía mi abuelo gritando de alborozo y agitando los brazos mientras corría.


“¡¡¡Milagro, milagro!!! -Exclamó mi madre. – ¡No puede ser! –Vociferaba papá. Yo no podía articular palabra; quedé electrizada por el divino evento. Las gentes se agolparon y hacían conjeturas rodeándonos. Una señora de España comenzó a rezar de hinojos mirando la Estatua de La Virgen, dándose palmaditas en el pecho y exclamando: -¡Virgen Santa, Virgen Santa! Los demás, españoles también la mayoría, se unieron a las oraciones. Algunos gritaban: -Un milagro, un milagro de la Santísima Virgen. -Todos acabamos repitiendo un Ave María.
Los discapacitados besaban las manos de mi desconcertado abuelo; se humedecían ellos las suyas, los brazos y los pies con el Agua Bendita y rezaban…
Desde el hotel, mis padres llamaron a los familiares del pueblo comunicándole el milagro; la noticia cundió y salimos en todos los medios.
En el pueblo nos recibieron todos con aplausos y algazara mientras la banda de música tocaba una Salve…
Podéis imaginaros como cambiaron nuestras vidas desde entonces y, sobre todo, la de mi agraciado abuelo, curado totalmente, libre de onerosas ingestas de fármacos y potingues y, sobre todo, exento de los terribles dolores que lo atenazaban.
No nos separamos nunca hasta que, tras morir mi abuela, falleció mi adorado abuelo meses mas tarde, a los noventa y cuatro años.

Emilio Vázquez

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