R E L O J D E L C A M P A N A R I O
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Muchos recuerdos de mi adolescencia se han desvanecido en mi memoria; otros recuerdo vagamente y, algunos otros he preferido olvidar; mas el que va a ser protagonista de esta monografía quedó permanentemente instalado en el almacén en el que el cortex atesora acontecimientos que permanecen indelebles al paso de los tiempos, aunque, como éste que nos ocupa, sumido en un plácido letargo, que ha venido a despertar la decisión de un ‘diletante relojero’ y padre político de nuestra localidad de El Bosque, a quien, mediante la acción de un lampo brillante y oportuno, se le ha ocurrido la genial idea de hacer realidad un viejo sueño reivindicado por mi persona durante mucho tiempo, al poner en marcha el entrañable reloj de la iglesia del pueblo.
Antaño la vetusta torre rife con penacho de espadaña, tocada de ágil veleta, dotada con un par de ladinas campanas, cuyo delicioso plañir se oía más allá de los confines comarcales al toque del ángelus en las apacibles tardes de un lejano y dilatado episodio de la historia de tres décadas maravillosas del pasado siglo XX, estaba pertrechada, además, de un magnífico reloj que, puntualmente, nos daba las horas y las medias, con un regalo añadido de repetición para los más despistados.
Este tipo de reloj de campanario denominado de pesas ó péndulos, fue inventado en el siglo XIII; ya el rey Alfonso X el Sabio lo citaba en su “Libro Astronómico”. El de nuestra localidad fue financiado por un grupo de vecinos, cuyos nombres aparecían inscritos en un rótulo (hoy desaparecido) adjunto a la maquinaria del reloj, así como la fecha de su colocación o montaje. Entre dichos nombres, algunos apellidos eran Marín, Blanco, Román… Hoy solo nos queda la referencia inscrita en la esfera interior que reza: -MANUEL SANTORO-SEVILLA-, nombre del fabricante, sin duda. Debió acontecer su instalación en la década 1.920-30, década en la que también fue plantado el pino canario, que ha estado compitiendo desde aquel tiempo a esta parte, por arrebatar la supremacía del cielo a la torre, objetivo más que cumplido en la actualidad, toda vez que las hojas filiformes de su guía superan la alta veleta decimonónica. También fue ejecutada durante la década en solfa la formidable obra del PUENTE NUEVO y el alcantarillado del casco antiguo de la Villa. Estaba instaurada la dictadura de Primo de Rivera, y el regidor de nuestro pueblo de El Bosque era un tal Francisco Diz Diaz, contratista de obras a la sazón, reflejado en la foto que precede. Ya sacado a colación, comentaré que de la saga de este buen alcalde no se sabe ni aparece absolutamente nada inscrito en las efemérides del Cabildo Municipal, por motivos obvios, pues de todos es sabido que los archivos y documentación del Registro Civil y del Ayuntamiento fueron calcinados durante la guerra civil española. Tampoco queda constancia ni presencia de descendencia entre los vecinos de sus apellidos. Ni siquiera aparecen éstos en las inscripciones mortuorias de las lápidas del camposanto. No ha quedado ni rastro; como si ha nuestro distinguido ancestro se lo hubiese tragado la tierra.
Bien, siguiendo con la monografía del reloj he de decir que su maquinaria era una rudimentaria joya; era y es, pues observándola bien se aprecia que únicamente está un poco mohosa y descuidada por el desuso y abandono, pero que, a poco que se limpie y lubrifique, volvería a relucir y funcionar como antaño, porque sus engranajes, cuerdas, péndulos y demás piezas se conservan en buen estado, por lo que constituye un despropósito la dejadez y el abandono a que está sometida dicha maquinaria.
Este tipo de relojes de cuerda funciona accionando unas palancas que enrollan los cables de acero a dos cilindros que elevan a su vez dos pesados péndulos que luego descienden oportunamente por la acción de la gravedad, marcando el ritmo de los minutos que sustentaban las horas, cuyo efecto tiene una duración de 24. El toque lo producía un martillo que golpeaba el exterior de la campana grande, no el badajo.
Los encargados de mantener a punto y en marcha la compleja maquinaria eran los monaguillos, instruidos por el párroco de turno, quienes se rifaban dicho menester por el gozo que constituía subir al habitáculo de la torre y erigirse en arcángeles del cronos cada vez que elevaban las dos pesas a golpes de giros con una enorme palanca que nada tenía que envidiar a los artilugios que utilizan en los gimnasios para desarrollar los bíceps de los brazos.
Muchas fueron las veces que ayudé en dicha tarea a mi difunto amigo José Gil Benítez, a la sazón monaguillo de un sacerdote llamado don Alfonso, durante la década 50/60 del pasado siglo XX.
El reloj nos ha acompasado el ritmo del tiempo a varias generaciones. A la mía, desde las 8 primeras campanadas matinales que oíamos al levantarnos para acudir al colegio, hasta las desangeladas 9 y media que nos enviaba a clase sin dilación; y las diez; y las ansiadas 11 del dulce recreo; las doce del Ave María; y, por fin, la definitiva media (12,30) que ponían fin a la primera parte de nuestro cautiverio escolar. Otra vez las dos; a poco suena la media, la media desangelada, para de nuevo enviarnos a las bancas escolares; pero la tarde se hacía menos larga y monótona; a solo cuatro toques más de campanas, incluidas las medias, volveríamos a ser libres, libres hasta la mañana siguiente.
Casi nunca oíamos las doce de la noche excepto algún domingo que se nos llevaba al cine y nos sorprendían casi siempre a la salida. Las doce de la noche nos infundía un enorme respeto. Era una hora que marcaba hitos y fronteras entre la noche y el día. Era la hora en que comenzaba la vida prohibida de los noctívaros; las que sucedían después eran absolutamente inalcanzables e inaudibles para mi generación. Ignorábamos qué sucedía posteriormente. Suponíamos que nada bueno. Los refranes, los mayores, los maestros…, todos desaconsejaban cruzar el dintel de las doce. Solo el reloj tenía permitido proclamar su canto inexorable de las horas como un fiel centinela que, durante toda la noche, hora a hora, media a media, estaba alerta dándole novedades a los ciudadanos cada 30 minutos exactos hasta el amanecer que se erigía en corneta para tocar diana. Quienes osaban profanar el oscuro santuario de la madrugada, aseguran que sonaban más solemnes, más discretas en la penumbra de las altas horas.
Nuestro reloj fue para todos los seres de El Bosque su guía, un faro sonoro, un corazón; el corazón que latía en todos los vericuetos del término y en toda la población con su fraterno tañer.
E.V.S
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Muchos recuerdos de mi adolescencia se han desvanecido en mi memoria; otros recuerdo vagamente y, algunos otros he preferido olvidar; mas el que va a ser protagonista de esta monografía quedó permanentemente instalado en el almacén en el que el cortex atesora acontecimientos que permanecen indelebles al paso de los tiempos, aunque, como éste que nos ocupa, sumido en un plácido letargo, que ha venido a despertar la decisión de un ‘diletante relojero’ y padre político de nuestra localidad de El Bosque, a quien, mediante la acción de un lampo brillante y oportuno, se le ha ocurrido la genial idea de hacer realidad un viejo sueño reivindicado por mi persona durante mucho tiempo, al poner en marcha el entrañable reloj de la iglesia del pueblo.
Antaño la vetusta torre rife con penacho de espadaña, tocada de ágil veleta, dotada con un par de ladinas campanas, cuyo delicioso plañir se oía más allá de los confines comarcales al toque del ángelus en las apacibles tardes de un lejano y dilatado episodio de la historia de tres décadas maravillosas del pasado siglo XX, estaba pertrechada, además, de un magnífico reloj que, puntualmente, nos daba las horas y las medias, con un regalo añadido de repetición para los más despistados.
Este tipo de reloj de campanario denominado de pesas ó péndulos, fue inventado en el siglo XIII; ya el rey Alfonso X el Sabio lo citaba en su “Libro Astronómico”. El de nuestra localidad fue financiado por un grupo de vecinos, cuyos nombres aparecían inscritos en un rótulo (hoy desaparecido) adjunto a la maquinaria del reloj, así como la fecha de su colocación o montaje. Entre dichos nombres, algunos apellidos eran Marín, Blanco, Román… Hoy solo nos queda la referencia inscrita en la esfera interior que reza: -MANUEL SANTORO-SEVILLA-, nombre del fabricante, sin duda. Debió acontecer su instalación en la década 1.920-30, década en la que también fue plantado el pino canario, que ha estado compitiendo desde aquel tiempo a esta parte, por arrebatar la supremacía del cielo a la torre, objetivo más que cumplido en la actualidad, toda vez que las hojas filiformes de su guía superan la alta veleta decimonónica. También fue ejecutada durante la década en solfa la formidable obra del PUENTE NUEVO y el alcantarillado del casco antiguo de la Villa. Estaba instaurada la dictadura de Primo de Rivera, y el regidor de nuestro pueblo de El Bosque era un tal Francisco Diz Diaz, contratista de obras a la sazón, reflejado en la foto que precede. Ya sacado a colación, comentaré que de la saga de este buen alcalde no se sabe ni aparece absolutamente nada inscrito en las efemérides del Cabildo Municipal, por motivos obvios, pues de todos es sabido que los archivos y documentación del Registro Civil y del Ayuntamiento fueron calcinados durante la guerra civil española. Tampoco queda constancia ni presencia de descendencia entre los vecinos de sus apellidos. Ni siquiera aparecen éstos en las inscripciones mortuorias de las lápidas del camposanto. No ha quedado ni rastro; como si ha nuestro distinguido ancestro se lo hubiese tragado la tierra.
Bien, siguiendo con la monografía del reloj he de decir que su maquinaria era una rudimentaria joya; era y es, pues observándola bien se aprecia que únicamente está un poco mohosa y descuidada por el desuso y abandono, pero que, a poco que se limpie y lubrifique, volvería a relucir y funcionar como antaño, porque sus engranajes, cuerdas, péndulos y demás piezas se conservan en buen estado, por lo que constituye un despropósito la dejadez y el abandono a que está sometida dicha maquinaria.
Este tipo de relojes de cuerda funciona accionando unas palancas que enrollan los cables de acero a dos cilindros que elevan a su vez dos pesados péndulos que luego descienden oportunamente por la acción de la gravedad, marcando el ritmo de los minutos que sustentaban las horas, cuyo efecto tiene una duración de 24. El toque lo producía un martillo que golpeaba el exterior de la campana grande, no el badajo.
Los encargados de mantener a punto y en marcha la compleja maquinaria eran los monaguillos, instruidos por el párroco de turno, quienes se rifaban dicho menester por el gozo que constituía subir al habitáculo de la torre y erigirse en arcángeles del cronos cada vez que elevaban las dos pesas a golpes de giros con una enorme palanca que nada tenía que envidiar a los artilugios que utilizan en los gimnasios para desarrollar los bíceps de los brazos.
Muchas fueron las veces que ayudé en dicha tarea a mi difunto amigo José Gil Benítez, a la sazón monaguillo de un sacerdote llamado don Alfonso, durante la década 50/60 del pasado siglo XX.
El reloj nos ha acompasado el ritmo del tiempo a varias generaciones. A la mía, desde las 8 primeras campanadas matinales que oíamos al levantarnos para acudir al colegio, hasta las desangeladas 9 y media que nos enviaba a clase sin dilación; y las diez; y las ansiadas 11 del dulce recreo; las doce del Ave María; y, por fin, la definitiva media (12,30) que ponían fin a la primera parte de nuestro cautiverio escolar. Otra vez las dos; a poco suena la media, la media desangelada, para de nuevo enviarnos a las bancas escolares; pero la tarde se hacía menos larga y monótona; a solo cuatro toques más de campanas, incluidas las medias, volveríamos a ser libres, libres hasta la mañana siguiente.
Casi nunca oíamos las doce de la noche excepto algún domingo que se nos llevaba al cine y nos sorprendían casi siempre a la salida. Las doce de la noche nos infundía un enorme respeto. Era una hora que marcaba hitos y fronteras entre la noche y el día. Era la hora en que comenzaba la vida prohibida de los noctívaros; las que sucedían después eran absolutamente inalcanzables e inaudibles para mi generación. Ignorábamos qué sucedía posteriormente. Suponíamos que nada bueno. Los refranes, los mayores, los maestros…, todos desaconsejaban cruzar el dintel de las doce. Solo el reloj tenía permitido proclamar su canto inexorable de las horas como un fiel centinela que, durante toda la noche, hora a hora, media a media, estaba alerta dándole novedades a los ciudadanos cada 30 minutos exactos hasta el amanecer que se erigía en corneta para tocar diana. Quienes osaban profanar el oscuro santuario de la madrugada, aseguran que sonaban más solemnes, más discretas en la penumbra de las altas horas.
Nuestro reloj fue para todos los seres de El Bosque su guía, un faro sonoro, un corazón; el corazón que latía en todos los vericuetos del término y en toda la población con su fraterno tañer.
E.V.S
1 comentario:
En Semana Santa, las campanas enmudecían hasta para dar las horas...¿o no?
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