Durante buena parte de mi remota infancia y toda mi adolescencia mi residencia estuvo ubicada entre dos calles, Gómez Ulla y Capitán Cortés, la una enfrente de la otra, siendo Capitán Cortés la que acogió lo que quedaba de mi infancia cuando tuvimos que trasladarnos desde la calle Aragón Macías toda mi familia, calle ésta última que me vio nacer y crecer hasta los ocho añitos; y es que, en la descrita calle Capitán Cortés vivía mi inolvidable abuela Gertrudis, quien nos acogió en su casa con el altruismo y la enorme humanidad que la caracterizaban. Con nuestra presencia en el nuevo hogar se convirtió la vivienda en una comuna, pues la compartimos en sociable convivencia tres familias, unidas entre sí por vínculos parentales, pues mi tío ‘Celedonio’ y esposa fueron coinquilinos con nosotros y con buena parte de la prole de mi tía Isabel la de ‘Los Chozos’, primos que se criaron al socaire matriarcal de mi abuela; eran: Gertrudis, Juan, Antonia, Francisca, Isabel… La convivencia o hacinamiento era bastante sociable merced a la eficiente gestión matriarcal que ejercía mi querida abuela Gertrudis.
La casa era un antiguo inmueble destartalado construido con piedras calizas y argamasa las paredes, y cañas con gatifa de yeso y tejas mudéjares la cubierta; en su trazado primaba la asimetría, se componía de muchas habitaciones mal distribuidas de las cuales solo dos disponían de puertas.
Recuerdo que, como consecuencia de la trapisonda que organizaban los gatos sobre los faldones y limatesas desprovistas de mortero y conglomerantes de sujeción, se originaban pequeñas aperturas entre las canales del viejo tejado que al amanecer dejaban pasar hilos de plata al ‘soberao’ donde dormíamos, los cuales veíamos con grata estupefacción mi hermano y yo desde el mullido lecho de paja.
El fatídico destino quiso llevarse a mi madre al otro mundo un aciago agosto de 1.956 a la temprana edad de 34 años mientras vivimos en la casa en cuestión. Pero esa es otra triste historia a la que dedicaré más tiempo y extensión cuando lo considere oportuno.
A poco de morir mi buena madre nos trasladamos a una pequeña casa muy antigua que compró mi sufrido padre con unos ahorrillos que hizo cuando trabajaba en el Pantano de los Hurones, enfrente de la de mi abuela Gertrudis. Dicha vivienda pertenecía a la calle Gómez Ulla. Más que una casa era media vivienda escindida de la que anteriormente fue una sola; prácticas, tanto la de convivir varias familias bajo el mismo techo, como ésta de dividir las viviendas para venderlas y obtener un peculio extra para aliviar las tristes economías domésticas, eran muy recurrentes y socorridas en aquella paupérrima época de calamidades y estrecheces.
Entre las dos calles componíamos una vecindad en la que, generalmente, las relaciones eran afectuosas, exceptuando excéntricos comportamientos puntuales de un ‘ilustre’ vecino que ejercía como doctor en una opulenta vivienda adyacente a la de mi abuela, quien parecía vivir inmerso en un estado de iracundia permanente; éste hombre vivía desde hacía poco en el expresado inmueble con su familia compuesta por su madre, quien se hacía llamar (doña Lola); su esposa Isabel, Antonio su hijo y su hija Isabel María. La esposa era una mujer estupenda, víctima del carácter posesivo del marido y de la suegra, de quien glosaremos a continuación una breve semblanza; los hijos eran más normales, pero reprimidos también por su progenitor como su madre.
Doña Lola.- Ésta señora se caracterizaba por su comportamiento de raro espécimen que se creía extinguido desde el siglo II A/C. Aparentaba poseer títulos y acerbos inexistentes y formación mesocrática; se enfundaba en blondas y encajes entristecidos por tonos oscuros a modo de luto atenuado que representaba viejas penas de seres desaparecidos; nevada pelambre mesada al uso en abultado rodete recogido en redecilla; rostro severo aunque romo y pálido por no exponerlo a las caricias solares; semántica pretendidamente fina por un empleo impenitente del seseo, “servesa” decía si tocaba mencionar dicha bebida; y un incorrecto uso de la “D” que, en ocasiones le hacía incurrir en barbarismos como "fredir" y “bacalado”.
Cuando se refería a su hijo en presencia de forasteros, extraños y braceros que acudían cada día a su zaguán ( nunca al interior de la casa) a cobrar el depauperado jornal sudado en el rancho, “Rancho del médico” por más señas, lo llamaba “Don José”, recordándole a los interlocutores el título que con tanto orgullo exhibía en la foto en blanco y negro de fin de carrera de la facultad en un barroco marco sobre un lateral de la consulta.
Se trataba en definitiva de una anciana aburguesada al uso de la época, ávida de Misas, Rosarios y otras ceremonias litúrgicas, a las que asistía con exacerbada vocación; incluso disponía de la propiedad de un reclinatorio en el templo local situado en un lugar preferente donde se postraba de hinojos con un recogimiento benedictino durante la celebración de la Santa Misa y demás sacramentos.
En una ocasión que volvía de misa de once descubrió con horror que su nieto jugaba y conversaba con la ‘canalla plebeya’ del pueblo en la plaza José Antonio Primo de Rivera, entre la prole se encontraba José Corrales, más conocido como ‘Pepito Huerto Río’, indignada se dirigió al corrillo espetando a su nieto que se apartara inmediatamente de esa chusma, -bueno, en honor a la verdad he de decir que, según la versión testimonial del mencionado Pepito Huerto Río, el término que empleó fue el de “cafres”- los demás chicos se alejaron asustados, y la sumisión y el respeto-miedo que el nieto profesaba tanto a su padre como a su abuela era absoluto, lo que le hizo abandonar sin titubeos el juego para cogerse a la mano que le tendía su airada abuela quien lo arrastró literalmente hasta su hogar.
Tenían una empleada de hogar muy eficiente, pero un poquito respondona para la época, siempre estaba a la defensiva con una verborrea de ataque que superaba toda la dialéctica de la saga de los Rueda; pues bien, en una ocasión se originó una pequeña escaramuza entre la citada criada y doña Lola motivada porque Dª. Lola requirió la presencia de la muchacha y ésta tardó un poco en acudir porque llevaba las manos ocupadas por un castillete de platos que trasladaba desde la cocina al comedor; le pregunta en alta voz la s e ñ o ra por el motivo de su tardanza, a lo que la chica le explica la faena que llevaba a cabo con los platos, y doña Lola le responde con falsa decisión que, “la próxima vez, ni platos ni nada, acudes rauda a mi requerimiento”. Pues bien, una segunda vez la llama en el inoportuno momento en que se repetía la misma escena de los platos y, ni corta ni perezosa los deja caer ateniéndose al precepto matriarcal de doña Lola de acudir rauda; el estruendo estridente congregó en la cocina a toda la familia: D. José, doña Lola, Isabelita, el niño, la niña… Doña Lola la quería fulminar con la mirada y los gestos, pero la chica, muy relajada y tranquila esperó a que se rebajara la crispación, los gritos y las sentencias para decir: “¿No dijo usted que ni platos ni nada…?”
Doña Lola nerviosa ya no sabía ni cómo actuar ni que decir ante la espartana defensa que presentaba su subalterna, solo consiguió sentenciar: “Vas a ir al infierno”. A lo que la criada respondió con la flema que la caracterizaba: “Allí nos veremos”.
No llegó la sangre al río, pues no se podía prescindir tan a la ligera de un servicio tan eficiente como el que prestaba la empleada de hogar, y continuaron aguantándose mutuamente y sobreviviendo a los muchos rifirrafes que entre ambas surgían cotidianamente….
El doctor Rueda.- Era sobre todo éste señor clasista y elitista, al cual le molestaba todo el comportamiento de sus vecinos, sobre todo los de las clases más desfavorecidas. Recuerdo que en una ocasión en que mi abuela se encontraba apagando cal de blanqueo en el fondo hueco de una vieja despensa ubicada en la pared medianera con la de la casa del doctor, al entrar la cal en ebullición generaba como un fuerte murmullo sordo y resonante, cuyos decibelios se oían en la vivienda vecina, motivo que ocasionó airadas protestas del médico en cuestión que trasladó de forma expeditiva a mi abuela, entrando de mala manera en su casa, voceando y agitando las manos como un energúmeno, mas mi abuela que era, aparte de sus virtudes y bondades, una mujer de carácter y de armas tomar, ni corta ni perezosa y sin mediar palabra alguna tomó un martillo de mi tío de una espuerta que estaba cerca de donde ella operaba, y al esgrimirlo, el médico huyó despavorido por el estrecho pasillo empedrado que daba a la puerta de la calle, mi abuela lo seguía en actitud beligerante y gritando, el perseguido consiguió entrar en su casa, pero no le dio tiempo a cerrar la puerta porque mi abuela venía pisándole los talones, y se coló detrás persiguiéndolo por su propia casa y hubo de encerrarse éste con cerrojo en un habitáculo que le cogió a mano, ante cuya puerta se detuvo mi abuela increpándolo.
El paladar de la memoria no me devuelve el sabor de saber qué consecuencias le acarreó después a mi abuela todo aquel rocambolesco incidente.
En honor a la verdad, también hay que reconocer que a dicho vecino se le agrandaba bastante el corazón de forma ocasional, paradigma, cuando su hija hizo la primera comunión, acontecimiento que el galeno celebró de una forma muy singular: repartiendo hogazas de crujiente pan entre la vecindad. Una actuación memorable que los vecinos agradecimos sobremanera porque éste sustento escaseaba bastante.
Aprovechando que la amnesia le concede esta noche un armisticio a mi precaria memoria permitiendo recordar difusos eventos de aquellas calendas relacionados con el doctor Rueda, proseguiré narrando otro singular episodio del que fui testigo adolescente en más de una ocasión, pues al trasladarnos a la pequeña vivienda que compró mi padre, la casa de dicho señor quedaba frente por frente de la nuestra, y desde nuestra ventana se veían perfectamente sus balcones, y por extensión, también parte del interior, lo que me concedía el privilegio de ser espectador de primera fila de los alienantes espectáculos y avatares que producía nuestro personaje a menudo:
La primera vez que presencié lo que a continuación glosaré aconteció un día de un duro invierno del remoto año 1.957 que llovía a raudales, anocheció y el agua no daba tregua, seguía y seguía cayendo agua a cántaros, eran ya sobre las once de la noche y la lluvia no cesaba, incluso parecía arreciar más y más; las calles semejaban el cauce de un furioso riachuelo. Con la curiosidad y avidez de cualquier niño de mi edad, yo no perdía puntada de lo que ocurría, y aquella lluvia torrencial la contemplaba a través de los cristales de la ventana de nuestro único dormitorio con algo de miedo, mi padre y mis hermanos también se asomaban, pero ellos se fueron a la cama y quedé solo, mas al poco comenzó mi padre a hacerme requerimientos para que me acostase. “ Ya voy, espere un poco, padre”. Mientras yo, presuroso, restregaba los empañados cristales con la manga de la camiseta, pues me parecía haber visto entre la densa cortina de lluvia abrirse el balcón del vecino en cuestión…. Y, así era. La luz que invadió la ménsula me permitió ver con claridad como se asomaba el doctor con un paraguas en la mano izquierda y un cubo en la derecha cuyo contenido arrojó con rapidez a la calle. Pude apreciar con estupefacción que lo que contenía eran excrementos. ¡Sí, se trataba de excrementos humanos! Excrementos que el agua arrastraba calle abajo hasta recalar en cualquier imbornal o desaparecer deshechos por la acción de la escorrentía y el abundante caudal que circulaba por el centro de la calle. A mi pequeño cerebro no le cuadraba que un señor médico pudiera incurrir en tamaña bajeza.
Al último requerimiento de mi padre le comenté, mientras me iba a la cama, con cierto asombro el suceso, pero el no le dio importancia, me explicó que esa era una práctica muy común en esa casa, porque no disponían de cuarto de baño aún o quizá lo estuvieran reformando, y aprovechaban las noches lluviosas y la lógica ausencia de viandantes para librarse de sus excrementos.
Después tuve la oportunidad de contemplar el mismo espectáculo varias veces más, siempre, cuando llovía. Nunca le confiaba dicha tarea a ningún familiar, él era quien se ocupaba personalmente.
Aquel escatológico acontecimiento se me clavó en la memoria, no sé por qué, y me lo devuelve el recuerdo con mucha frecuencia.
Una reflexión sobre las circunstancias que rodean la presente crisis que nos atenaza, me ha hecho asociar el lejano evento con las pícaras actuaciones de muchos desalmados que aprovechan el aguacero de la expresada crisis para limpiar y sanear a voluntad las fosas sépticas de sus negocios.
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